
A lo largo de la historia moderna, uno de los grandes desafíos de la política en general y de las izquierdas en particular, ha sido cómo conectar con las “masas”. La pregunta clásica para comunistas, socialistas y anarquistas durante el siglo XIX e inicios del XX era entender por qué no todos/as los obreros adherían a proyectos que en el papel invitaban a una emancipación que pondría fin a sus yugos. Por el contrario, con angustia veían que los explotados apoyaban alternativas orientadas a conservar o profundizar la opresión ¿Cómo entender que alguien luche contra sus intereses?
Más tarde la pregunta pudo expandirse no solo a clases sociales, sino también para cualquier situación contradictoria entre los intereses que “debería” tener un individuo y el proyecto al que efectivamente adhiere: un migrante que apoya a grupos políticos antiinmigración; una mujer dañada por el patriarcado, pero que rechaza al feminismo; el predominio electoral de una derecha latifundista y colona en territorio mapuche; un padre que reivindica el derecho a pagar la educación de sus hijos; ex futbolistas brasileños como Ronaldinho Gaucho, Rivaldo o Cafú que -siendo afrodescendientes- apoyaron a un Bolsonaro que declaraba “mis hijos nunca serán gays, ni tendrán novias negras. Los he educado muy bien”.
Por cierto, la discusión teórica es inmensa e imposible de abordar acá. En su versión sofisticada, remite a subjetivación, dominación, alienación, en su versión superficial y peyorativa -pero comunicacionalmente efectiva- hace referencia a adjetivaciones como “facho pobre” o “desclasado”. En todas sus versiones ha sido acusada de iluminista y vanguardista.
Si bien conectar con un sentido popular es un objetivo de muchos: desde un producto de mercado, un programa de televisión hasta un movimiento político; es para los proyectos de transformación y emancipación que esto tiene una prioridad única. Siempre es más difícil transformar que conservar. Mientras los primeros requieren que se conjugue una muy excepcional combinación entre decepción y rabia contra lo existente (crisis e impugnación), acompañado de una esperanza y respaldo mayoritario a una alternativa específica (proyecto emancipatorio). Para los segundos, los sectores conservadores, la tarea es más sencilla: aun cuando no lo prefieran, pueden prescindir del apoyo popular. Un orden se puede mantener en situaciones de crisis prolongadas mientras no se constituya una alternativa coherente, articulada y con el poder suficiente para sustituirlo. Y como las izquierdas suelen carecer de la mayoría de las fuentes de poder (dinero, medios, ejércitos, intelectuales, alianzas internacionales, etc.), su fuente casi exclusiva está en la movilización activa de la población. Transformar entonces la realidad es ser capaz de conectar con un sentido y deseo –o cocrearlo si se prefiere–, que debe combinar dos elementos: denunciar que las cosas no están bien e invitar a cambiarlas de un determinado modo, compitiendo al mismo tiempo con otras “alternativas” que se expanden en crisis, como el fascismo.
Es en este punto donde radica gran parte del fracaso de la historia reciente para las izquierdas. Por ejemplo en Chile, lo que se nombró como “octubrismo” se aferró a prolongar lo más posible el momento crisis, es decir, la denuncia, habiendo estado lejos de invitar a algún lugar; mientras que el “noviembrismo”, queriendo superar rápidamente la etapa de denuncia, invitó a un proyecto que solo alcanzó al 38,11% de respaldo, originando con ello una serie de lamentos y pocas autocríticas: “la gente no lee”, “la gente no entendió lo que decíamos”, “la gente es ignorante y se merecen lo que tienen”, “este país es bipolar”, etc.
Y es que, si históricamente ha resultado muy difícil para las “izquierdas” conectar con las masas, esta brecha se amplifica más para generaciones de treinteañeros y cuarentones que en su juventud universitaria estuvieron acostumbrados al pequeño grupo de iguales y convencidos: la tocata punk o el colectivo de raperos en nicho politizados, foros universitarios con conceptualizaciones difíciles alejados de los sectores populares, marchas rituales con muchas banderas rojas, negras, verdes y moradas; libros y podcast que pocos leen y escuchan, o columnas de opinión como esta. Es decir, un mundo acostumbrado a hablarle al grupo de referencia, al piño o a la tribu, lo cual puede ser reconfortante para el ego, pero poco útil para masificar la crítica. Estas generaciones, insertas en la política nacional, y con un corto recorrido (entre la universidad, municipio, parlamento, gobierno), nunca han dejado de dialogar entre iguales.
¿Pero cómo salir de una discusión infértil entre convencidos? ¿Cómo conectar crítica y masas?
Referente a esta problemática, vale una anécdota. Hace un tiempo con mi pareja descubrimos que Maipú tiene un cine municipal gratuito (Sala K). Asistimos a ver una película chilena llamada “Historia y Geografía” protagonizada por Amparo Noguera. Perdonando el spoiler, la película trata de una artista que se dedicó a hacer el papel de un personaje humorístico que tuvo éxito comercial, pero despolitizado, burdo y caricaturesco de una mujer popular sin dientes (como el personaje de Gloria Benavides). Al calor de la revuelta y la politización de ese breve periodo, la actriz se da cuenta -como ocurrió con muchos otros- que siempre había desarrollado un arte sin contenido, entonces se propuso crear una obra elevada y pretenciosa sobre la conquista de Chile. Sin embargo, al presentar su obra, la recepción del público fue mala, mostrando su fastidio e incomprensión. Ante el dilema sobre continuar con sus “nuevas” convicciones ante una audiencia decepcionada y desconectada, o bien, recurrir a su personaje humorístico para salvar la situación, decide volver a su espacio de confort y darle en el gusto al público. Este dilema político presentado en la película, entre un arte militante, elevado intelectualmente, pero para convencidos, totalmente desconectado de las masas; versus un arte carente de toda convicción y militancia, pero de masas, ocurría en la misma sala donde se presentaba la película. Pese a ser un evento gratuito, en el cine éramos cinco espectadores. Afuera, un predicador tenía una audiencia similar, mientras los centros comerciales y locales de comida rápida cercanos a la plaza estaban llenos.
“Si eres artista y los indios no te entienden, si tu vanguardia aquí no se vende” (Jorge González).
Cómo conectar con las masas es para las almas críticas algo excepcional y difícil, incluso a través del arte y que, ha tendido a ocurrir en experiencias únicas. Ese es el valor que tiene entonces Jorge González, quien mirado en perspectiva y con justicia en el excelente trabajo desarrollado en el podcast “Necesito poder respirar” de Nicolás Alonso, devela la intuitiva genialidad de uno de los tres músicos más importantes de nuestra historia. Teniendo un discurso directo e interpelador de los medios de comunicación, los ricos, los gringos, los sellos, el Festival de Viña, la Teletón, la ultraderecha, el machismo, los jefes, los nacionalistas, entre otros tantos, fue capaz de llevar esos discursos a amplias y diversas audiencias. Como dijera en una entrevista a Vanessa Vargas -desglosando la canción “por qué no se van”- fue capaz de llenar diez estadios de fútbol y vender más de un millón y medio de discos, siendo la banda más exitosa y popular de la historia de Chile. Es decir, su mensaje fue entendido.
Y es que quizás sin tanta pretensión intelectual, sin una bandera tan definida, el joven san miguelino logró capturar adelantadamente ciertas tendencias epocales, siempre desde la cotidianidad de alguien que no creció en una burbuja universitaria y asamblearia. Sus orígenes de barrio, de radio AM, de Sandro, Juan Gabriel y Camilo Sesto se aparecen aun entre sonidos new wave o electrónicos. Así sus discursos lograron capturar con una genial simpleza, la crisis económica de los 80’s, el cierre de industrias y el tránsito hacia la sociedad neoliberal actualmente en crisis.
Cuando vino la miseria los echaron
Les dijeron que no vuelvan más
Los obreros no se fueron
Se escondieron, merodean por nuestra ciudad
¿Cómo merodean los otrora obreros?, pateando piedras, mediatizados por el consumo, atrapados en la cultura de la basura. Justinano lo haría más tarde con los hijos de esos obreros con Caluga o Menta. De ahí la vigencia de estas obras y su capacidad de envejecer bien pese al paso de las décadas, porque retrataron la sociedad que estaba formándose.
Más tarde, en sus “años perdidos”, su vida, al que igual que el conjunto de la sociedad chilena transicional, se desarrolló en el tránsito de un individuo extraviado en el consumo hedonista y desenfrenado, etapa de la que logró sacudirse con un lento pero breve despertar que terminó en la musicalización de la revuelta chilena del 2019 y colombiana de 2021, haciendo del Baile de los que sobran uno de sus himnos. Lograr discursos contestatarios y de masa, es una situación muy excepcional. Implica conseguir un equilibrio delicado que supone, al menos, tres elementos.
Primero, decir algo que sea impugnador e incómodo. En ese registro hay muchos otros músicos y bandas como Fiskales Ad-Hok, Los Miserables, Ana Tijoux, Portavoz, Salvaje Decibel, Panteras Negras, con más poesía Patricio Mans, Mauricio Redolés, entre otros. Sin embargo, con distintos grados de popularidad, lo hayan deseado o no, ninguno tiene la magnitud de Los Prisioneros y Jorge González.
Segundo, que esa incomodidad sea real y no funcional, caricaturizada, absorbida o cosificada como ocurre en muchos casos. Evidentemente el capitalismo tiene la capacidad de absorber, integrar y transformar en mercancía todo, despojándolo de su contenido originario. Es la integración que deja de incomodar como la polera del Che o el feminismo de tienda de retail. Pero González, mientras estuvo activo, siempre ofreció alguna incomodidad y eso sin aislarse. A diferencia de los artistas que se oponen por principios a escenarios como Viña o la Teletón o los programas de televisión de moda, él no escatimó de ninguna audiencia para incomodar. Y esto es un punto relevante. En la cultura militante, sobre todo de los 90’s y 00’s, abundaba el desprecio por la cultura de masas, acusando de “vendidos” y “comerciales” a cualquiera que saliera de la tribu, sus discursos y estéticas.
Tercero, el desafío implica que ese discurso haga sentido, sea compartido o al menos tolerado por las masas, cuyo respaldo, en este caso al artista, sea el suficiente para legitimarle, transformándole en una referencia ineludible en los 80´y 90´. Tal como relevan los trabajos de Emiliano Aguayo o Cristóbal González, Los Prisioneros y Jorge González, lograron su popularidad -nacional y en parte de Latinoamérica- no sólo sin la simpatía de los medios de comunicación, sino por el contrario con una permanente provocación, ninguneo o caricaturización, incluso de periodistas aparentemente “progresistas”.
En muy resumidas cuentas, un joven de la periferia en los ochenta, sin instrumentos, grabando sus maquetas a cassette utilizando varias radios, logró llegar a ser un grande, para después romperlo todo, quebrar con el sello, y volver a hacer música en casa de sus padres comiendo sopaipillas.
Es cierto, para algunos de los que sufrieron la dictadura y resistieron a ella poniendo su vida en juego, o más tarde, durante la transición tratando de impulsar cambios, Jorge no es una víctima ni un agente de transformación, sino un joven irreverente e insolente que efectivamente triunfó comercialmente. Pero mientras en la cultura de masas en lo musical los discos más vendidos de los 80’s y 90’s tuvo artistas como Luis Miguel, Arjona, Maná, Myriam Hernández, Michael Jackson, Alejandro Sanz o Whitney Houston, enhorabuena, Los Prisioneros, con sus letras y discursos impugnadores lograron entrar con tres discos en la lista de los más vendidos del año y sus canciones han sido coreadas transversalmente durante más de cuarenta años.
Tal vez es la historia de excepción que todo sistema necesita para legitimarse, o quizás son fallas de la matriz, o en su defecto, a lo mejor no hay ningún sistema lo suficientemente coherente y racional como para tomar decisiones selectivas. Como sea, ese joven con todas sus contradicciones y limitantes utilizó su tribuna para impugnar, incomodar e interpelar siendo un ícono de la cultura de masas. Seguro fue mucho más que lo que imaginó, y mucho más de lo que otros, con más tribuna y recursos, han hecho.