
Hubo un antes de ese fin de semana inolvidable, encerrado en la casa de mi abuelo en el barrio Brasil, leyendo “Las Ciudad y los Perros”.
Un antes y un después.
Partamos, claro, por el antes: todavía no aparecían como tema prioritario los viajes. Tampoco los discos. Al menos no con la pasión de los años venideros. Y el cine o los recitales que se desplegaban en el Chile de esos tiempos era de un volumen tan escaso y pobretón, que no llegaban a ser tema.
En los setentas todo lo nuestro era bien parvo y limitado, para qué estamos con cosas. Las micros partían a duras penas, muy pocos tenían auto, casi nadie volaba a Europa o a Estados Unidos, la tele empezaba recién a llegar con fuerza, los niños no entraban al living para “cuidar los muebles” y las bebidas, llamadas familiares, se guardaban para el fin de semana o para los cumpleaños que, siempre eran con torta de mil hojas y unas extrañas pero amorosas naranjitas de gelatina.
El fútbol sí era tema. De hecho para mí, como para muchos, era casi el único tema, porque a la política los más chicos nos encaramábamos sólo de oídas. Ir con mi abuelo al Nacional o al Santa Laura -no había más recintos en Santiago- leer la revista Estadio, juntar monitos del algún álbum o jugar a la pelota -mucho, a cada rato, en el colegio o en la calle hasta que pasara un auto, cosa que ocurría muy de tanto en tanto- eran la agenda habitual y repetida.
Leer con pasión, deseando que la historia que me había capturado no se terminara nunca, era un ejercicio que en esos años sólo conocía gracias a las revistas de cómics. Chilenas, como Mampato y Barrabases, salidas del talento sin par de Themo Lobos y Guido Vallejos, o decididamente “extranjeros”, como las aventuras en las galias de “Asterix y Obelix” o las vicisitudes por el viejo oeste de “Lucky Luke”, el vaquero solitario, ambas del dibujante belga Maurice de Bévere -más conocido como Morris- y del guionista francés René Goscinny. Unos capos.
Había tenido acercamientos gozosos en el colegio -aunque siempre apurado por inminencia de las pruebas- con obras clásicas chilenas como “Martín Rivas” y “El Loco Estero” y recuerdo haber destinado no pocos veranos a devorar las colecciones completas de “Las Aventuras de Sherlock Holmes”, de sir Arthur Conan Doyle. Admiré la inteligencia, la capacidad de observación y el razonamiento deductivo del detective británico a tal punto, que no descansé hasta leer completas sus cuatro novelas largas -entre ellas “El Mastín de los Baskerville”, mi título preferido- y los 56 relatos cortos.
Tanto nos gustaba Holmes a mí y a mi señor padre, que la primera y única vez que fuimos juntos a Londres, antes de recorrer los parques, los museos y las tiendas, hicimos fila por horas para entrar a Baker Street 221 B, donde supuestamente estuvo el gabinete del famoso detective que tocaba el violín, se inyectaba morfina, se preparaba para las sesiones de química, esgrima, apicultura y boxeo, y recibía a su amigo el doctor Watson y a sus numerosos clientes. Un hombre completo, interesado por todo, como eran los hombres de antes…que nos trasladaban felices a ese mundo de antes.
Porque aquí entramos al después, a un momento epifánico, a un cambio de tránsito : “La Ciudad y los Perros”, la primera novela de Vargas Llosa, me cambió la vida para siempre (supongo que eso es lo que debe hacer contigo un buen libro) cuando se cruzó en mi camino por obra y gracia del profe Villalobos, quien nos obligó a leerla en octavo básico.
Por primera vez la literatura se me juntó con lo que estaba sintiendo en esos momentos, con el día a día. Me pareció fotográfica, exacta, sorprendentemente propia, mía. La relación entre los jóvenes al interior del colegio militar, el poder y la sumisión, las pulsiones de la adolescencia, la brutalidad generacional, la realidad opresiva, la violencia soterrada o explicita, el machismo, las diferencias sociales, la amistad, la lealtad, la justicia, los personajes tan reconocibles, la estratificación social, la riqueza absurda y la pobreza feroz estaban tan bien descritas, eran tan reales, tan cercanas al acontecer diario de los jóvenes sudamericanos de la época, que uno se enganchaba de inmediato. No tenía nada que ver con el lenguaje engolado de El Quijote o El Cid Campeador. No era poesía tampoco. Era realidad pura. Y corría como avión, dejándote sorprendido, entusiasmado, remecido.
No tengo idea si a los jóvenes de ahora les pasará algo parecido con esa novela, aparecida en 1962 (el año de nuestro Mundial). Tampoco me importa que algunos de mis amigos le tenga tirria o consideren a Vargas Llosa un defensor de causas indefendibles en su vertiente política. Lo que yo tengo claro, desde el día que me topé con “La Ciudad y los Perros” es que hay escritores que con su voz se transforman en amigos.
Porque en algún momento te hicieron feliz, porque te abrieron los ojos y te empujaron a seguir leyendo para volver a sentir alguna vez lo mismo, como si en eso se te fuera la vida, como si de eso se tratara finalmente la vida.
Eso hizo Vargas Llosa conmigo. Con ese libro y con unos cuantos más. Punto. Suficiente para respetarlo para siempre.