
Nadie puede decir que Alfredo Moreno Charme no sea un hombre serio. Exministro, empresario, presidente de la CPC, consejero, asesor, solucionador de conflictos, ha encarnado durante décadas una figura singular de la tecnocracia chilena: la del hombre que entra en escena no porque quiere, sino porque lo llaman. Su currículo es más largo que una rendición presupuestaria, y su cara más conocida que su voz. Admirado, sí. Querido, quizás no tanto.
Podría haberse retirado. De hecho, todo en él sugiere que estaba listo para eso: rico, eficaz, sin el ansia de los caudillos ni la vanidad de los ideólogos, parecía haber alcanzado el raro punto de equilibrio en que la política y los negocios se devuelven mutuamente el saludo y el sueldo. Pero no: volvió a escena, otra vez, por la causa más imposible.
Y no es cualquier causa. Es el conflicto histórico de los conflictos históricos: la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche. Moreno encabeza hoy una Comisión de Paz, que ya ha logrado, entre los republicanos, una pequeña guerra. Una comisión que, más que anunciar soluciones, nos recuerda cuán imposible parece esa paz. Pero no tengo duda de que Moreno sigue creyendo —a pesar de la testarudez de los hechos— que un poco de voluntad por aquí, unas medidas por allá, un par de leyes, un par de acuerdos bastarían para que quinientos años de guerra simbólica y sangrante, esencial e infinita, pudieran llegar, por fin, a su cierre definitivo.
Lo conocí hace muchos años, cuando era ministro. Nos invitó, a un grupo de periodistas, a un desayuno en la sala Matta de La Moneda. El lugar, decorado con grabados de Roberto Matta que celebraban en formato de cómic la Revolución Cubana, contrastaba con el ministro Moreno, que es esencialmente un hombre de derecha: agrario, provinciano, tradicional. La escena ya era divertida en sí. Pero lo más sorprendente vino después: en una hora, Moreno nos mostró un catastro exhaustivo de todos los problemas sociales del país. Nos explicó los cruces entre las distintas carencias estructurales de Chile y, con una convicción que bordeaba la ingenuidad y rozaba la genialidad, nos aseguró que en cinco años tenía pensado solucionarlas casi todas.
Pude ver ahí, en acción, la contradicción feliz que puede habitar en alguien que estudió en el colegio San Ignacio: la sed de justicia de los jesuitas, su preparación intelectual rigurosa, y luego el paso por la ingeniería —en su caso, comercial y civil—, que le aportó un apego frío a los datos y a las soluciones prácticas. Así, Alfredo Moreno había cometido la imposible tarea de analizar todo lo que va mal en Chile sin abandonar la fe de que, con algunas medidas focalizadas y cuantificables, era posible corregir incluso los desajustes más crónicos del país.
No quise romper el encanto. No le dije que, con suerte, estaría en el cargo uno o dos años más, mucho menos los cinco o diez que requerían sus soluciones. Tampoco me atreví a señalar lo insalvables que me parecían muchas de las carencias que él había logrado rastrear con tanta prolijidad. Y mucho menos le hice notar que aquella “desigualdad de trato” que denunciaba como uno de los grandes males de Chile podía ilustrarse perfectamente en el modo áspero con que trataba a su asistente.
Me guardé todas esas dudas —por elegancia o por piedad— y me quedé solo con el asombro: el de ver a un hombre inteligente, bienintencionado y poderoso, dispuesto a meterse en el barro, a hundirse en el pantano, convencido de que sabe dónde está la salida.
Mis predicciones, claro, se cumplieron a la perfección. Moreno no fue ministro diez años, ni tuvo el tiempo necesario para aplicar sus reformas. Su falta de simpatía personal, sus modales de jefe, su incapacidad para el carisma, le impidieron también convertirse en candidato presidencial —un cargo que, sin duda, habría ejercido con la misma seriedad, sobriedad y rigor intelectual con que ha asumido casi todos los papeles que le han tocado.
Chile, por su parte, no solucionó en una década los problemas que Moreno había rastreado con tanta exactitud, sino que esos mismos problemas nos estallaron en la cara, a todos. Pero nada de eso impidió que el exministro siguiera empeñado en abordar uno de los desafíos que él veía como urgentes y esenciales: La Araucanía, su herida abierta, su deuda sangrante, su atraso sempiterno.
Una vez más, ha chocado con esa verdad incómoda: que no basta con saber qué hacer o decir, sino que parece importar también saber qué sentir, cómo y dónde. Pero al menos está ahí. Sigue ahí. Y eso, en un país donde casi todos huyen de cualquier cosa que se llame misión, o peor aún, de cualquier cosa que se llame deber, es algo que —aunque no sepamos bien cómo— estamos llamados a agradecer.