
Cuando Don Otto se enteró de que su mujer le había sido infiel en el sofá del living de su propia casa, cortó el problema de raíz: vendió el sofá y asunto arreglado.
Lo que no recuerdo del chiste, que escuché cuando era muy chico, es si la señora le había puesto los cuernos con su amigo Fritz. ¡Ni pensarlo!
Cuando supimos la noticia de los dos jóvenes que murieron en las afueras del Estadio Monumental, en la víspera de un partido y en medio del despelote habitual, lo tuvimos claro altiro: la culpa la tiene el fútbol, el empadronamiento de las barras y el retraso en la instalación de torniquetes en los estadios.
Ahí está la clave del asunto… ah, y las sociedades anónimas deportivas se me olvidaban. ¿Cómo no nos dimos cuenta antes? Nada tienen que ver “detalles” como que actualmente en Chile hay casi 50 mil jóvenes (¡Un Estadio Nacional lleno!) de entre 5 y 21 años “desvinculados” del sistema escolar, según cifras oficiales.
Ese eufemismo de los “desvinculados” se refiere a los “desertores”, cabros que vagan por las calles o trabajan en lo que pueden; que no reciben la instrucción, la contención especializada, ni las normas de comportamiento y convivencia social que requieren. Que si tiene la suerte de vivir en una familia, a la hora que sus padres trabajan son formados en los barrios por líderes de pandillas, en el mejor de los casos, o por capos del narco que además los usan de “soldados” en su negocio
¿Qué queremos entonces, o qué esperamos: ver a jóvenes haciendo filas para comprar sus entradas y que cuiden las instalaciones y actúen con respeto y civismo? No nos engrupamos, eso no es posible. Sepamos que vienen días aún peores si los que debieran ser los niños de este país se han convertido en carne de cañón y presa fácil de bandas criminales que antes los llamaban “soldados” y ahora -según me contó la alcaldesa de La Pintana- “perros”, por la forma en que los tratan.
El problema se amplía si miramos lo que ocurre dentro de muchos colegios, donde se supone que están a salvo y progresando. Se viralizan con frecuencia peleas a cuchillo en los patios; agresiones a profesores (cuando no les prenden fuego) y un trato a la autoridad completamente desprovisto del respeto básico para generar la relación de aprendizaje.
Una profesora hace poco me contaba que no es infrecuente ser empujada en los pasillos por alumnos adolescentes. Ni que varios de ellos, incluso los más estudiosos, lucen chapitas con la cara de algún “mártir” de su barrio. Es parte de la cultura actual. A eso un sociólogo le podría llamar pertenencia, pero en verdad lo que esconde es soledad y abandono, y las barras son el vehículo perfecto para suplirlos.
A falta de las iglesias convocantes o juntas de vecinos desincentivadas por “peligrosas”, desde los tiempos en que toda reunión social encerraba un riesgo, está claro quién llenó ese espacio: “emprendedores” locales, que además dan servi- cios de seguridad a la cuadra y pagan sueldos que de otra ma- nera jamás ganarían muchachos de ese segmento.
Menos slogans de “educación gratuita y de calidad” -que ha desviado infinitos recursos a otros grupos- y partamos por más educación efectiva para todos.
No digamos que “no las vimos venir”, porque el Centro de Estudios en Seguridad Ciudadana de la Universidad de Chile ha publicado que el 70% de los jóvenes que cometen delitos gra ves había desertado del sistema escolar.
El partido no se está perdiendo en los estadios, se está perdiendo en las esquinas y en las calles, donde lamentablemente hace rato que no se juega a la pelota.