
Todos los días, los medios de comunicación publican críticas a la llamada permisología: ya sea en la voz de un líder gremial, un político buscando titulares en un contexto electoral o a través de una cifra exorbitante que, en apariencia, da cuenta de cómo el sistema de permisos afecta a la economía nacional, se ha logrado instalar esta retórica en la opinión pública.
Sin ir más lejos, en noviembre del año pasado un influyente medio de comunicación titulaba que la “permisología derrumbaría las inversiones”, llevándolas a su peor registro durante 2024. La historia, sin embargo, fue otra: en 2024, Chile recibió un flujo neto de inversión extranjera directa de $15.319 millones de dólares, la tercera cifra más alta desde 2015, e InvestChile cerró su cartera de proyectos con una cifra récord de US$ 56.235 millones, lo que implicó un alza anual del 68%.
Una nueva profecía que no se cumplió.
Aún así, la estrategia del sector se mantiene. Hace unos días, el mismo medio de comunicación informaba en su portada sobre un reporte elaborado por la Cámara Chilena de la Construcción que revela que las inversiones a la espera de resolución ambiental sumarían casi $100 mil millones de dólares y que el causante sería la permisología.
De esta forma, el sector privado instala y empuja una agenda de medias verdades, que busca un mayor espacio de maniobra para la industria y leyes más laxas que se lo permitan.
Respondiendo a estas presiones, en el Parlamento avanzan dos grandes proyectos de ley claves para enfrentar diversos desafíos del país en el presente y futuro cercano: la ley marco de autorizaciones sectoriales y la necesaria reforma a la ley de Bases Generales del Medio Ambiente (Ley 19.300), conocida como Evaluación Ambiental 2.0.
Aunque en un reduccionismo, a ratos absurdo, a ambos proyectos se los ha catalogado de ser la solución a la permisología, lo cierto es que la naturaleza de sus tramitaciones debió ser muy distinta: mientras el primero de estos pretende fomentar inversiones y mejorar el sistema de permisos que no depende de autorizaciones del Servicio de Evaluación Ambiental (SEA), sino de otros servicios sectoriales, el segundo (al menos en el papel) venía fortalecer la institucionalidad, para así mejorar la eficiencia del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA). Pero la historia fue otra y la presión se impuso en estas tramitaciones.
Pese a que las demoras en los servicios públicos son un problema real para todos en Chile (no sólo para el sector privado), las soluciones a estos desafíos no pueden pasar por la eliminación de estándares básicos, sino por la mejora y modernización de la gestión.
Además, resulta curioso que un sector con tanto poder -económico, político y social- como el industrial en Chile, crea que el único responsable de la demora de la ejecución de sus proyectos sea precisamente el Estado y las exigencias normativas que éste impone, sin jamás cuestionar cuáles son las causas integrales que los llevan a este escenario, ni asumir su parte de responsabilidad en esto.
Sin ir más lejos, diversas investigaciones han dado cuenta de la directa responsabilidad de los titulares en la aprobación de sus proyectos; un ejemplo de ello es el que entrega el reporte del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la Universidad Católica que constató que los proyectos con más complejidades sociales o ambientales son los que registran mayores demoras en sus permisos, lo que implicaría que una mejora en los estándares de participación ciudadana y relacionamiento comunitario, podrían garantizar el éxito de los proyectos de inversión, mayor agilidad en su tramitación y una mejor recepción de los territorios.
Pero el sector insiste en culpar de forma exclusiva al sistema de permisos y a la institucionalidad ambiental -que, dicho sea de paso, han sido diseñados para destrabar conflictos en proyectos de inversión y, finalmente, posibilitar su aprobación- de estas demoras, algo que queda de manifiesto en diversos grandes proyectos, como Dominga o lo que ocurre con los Centros de Engorda de Salmones (CES) de la canadiense Cooke en el Parque Nacional San Rafael (que ni siquiera se han sometido al SEIA, donde sus titulares prefieren insistir por años en proyectos que, a todas luces, incumplen con la normativa, en vez de mejorarlos y apostar por el cumplimiento.
Esa miopía empresarial y esa necesidad de ganarle el gallito a la autoridad de turno no los deja ver el verdadero problema que tienen enfrente: si no cumplen con ciertos estándares ni elaboran proyectos con un fuerte componente medioambiental, territorial y comunitario, sus propios negocios sufrirán -más temprano que tarde- las consecuencias.
En efecto, investigadores de la Universidad Victoria de Wellington (Nueva Zelanda), estimaron que el daño causado por la crisis climática, debido a la mayor ocurrencia de eventos meteorológicos extremos, ha costado 16 millones de dólares por hora durante los últimos 20 años, aunque advierten que esta cifra estaría subestimada, debido a la falta de mayor información en muchos de los territorios más vulnerables.
En Chile, ya hemos sido testigos de cómo los efectos de la crisis climática son devastadores para la economía: enormes edificios construidos sobre dunas afectados por socavones; plantas de celulosa completamente destruidas por inundaciones, o pequeñas, medianas y grandes empresas quemadas en su totalidad por incendios forestales son prueba fehaciente de que el sector privado necesita mejorar sus estándares para ser más resiliente a la crisis.
En la pulseada eterna que juega una buena parte de la industria nacional con las autoridades para lograr sus propósitos, la excusa actual del sector es la permisología, pero sabemos que una vez que este obstáculo sea soslayado el culpable será otro. Y si bien puede que siempre les haya funcionado, hoy la realidad es distinta y los principales perjudicados de saltarse el componente ambiental ya no serán sólo los territorios, sino sus propios bolsillos. Veamos si eso al fin los conmueve y los impulsa a actuar mejor.