
Hace unos días conocimos los resultados de la Encuesta CEP, que revela la peor evaluación del Gobierno durante todo su mandato: un 66% de desaprobación. Pero esa no fue la única mala noticia para el Ejecutivo. A esa cifra se sumaron nuevos “errores humanos”, que dejan entrever la falta de prolijidad —y, en algunos casos, de honestidad— que ha caracterizado a esta administración.
Uno de los episodios más comentados ha sido el escándalo por la fallida compraventa de la casa de Salvador Allende, donde el Gobierno incurrió en un insólito error, fruto de la preocupante ignorancia y desconocimiento de las normas de nuestra Constitución. El episodio terminó no solo con la renuncia de una ministra, sino también con la inédita destitución de una senadora de la República, dejando en evidencia el nivel de improvisación que cruza a esta administración de manera transversal.
A ello se suma lo que ocurrió en la Comisión de Hacienda, donde el ministro Marcel intentó restarle gravedad a las diferencias detectadas entre la presentación en PowerPoint y el Informe Financiero del proyecto de reajuste del salario mínimo en discusión. Lo que en otro contexto podría considerarse una mera anécdota, se ha vuelto sintomático: no es el primer error, y tampoco ha sido el último.
Los problemas no han sido aislados ni exclusivos de quienes están a cargo de las arcas fiscales del país. Recientemente, el ministro Grau tuvo que salir a corregir públicamente a su propio subsecretario de Pesca, quien había entregado información completamente errónea en medio de la tramitación de la Ley de Fraccionamiento. Según había afirmado, los industriales durante el año pasado habrían capturado un 61% de la merluza, cuando en realidad fue más del 93%. La magnitud del error es tan significativa que cuesta aceptar que se trate de una equivocación sin consecuencias ni responsables.
Estos hechos ya conforman una seguidilla de desprolijidades que apuntan a una deficiente gestión técnica, y que incluso han dado pie a sospechas sobre eventuales intentos de manipulación de las cifras fiscales.
“No hubo intencionalidad”, “fue un error humano”, “no existía mala fe”. Estas han sido las explicaciones recurrentes de un Gobierno que, lejos de aplicar estándares altos a sus colaboradores, parece más preocupado de protegerlos políticamente, incluso cuando los antecedentes muestran una preocupante falta de rigor técnico y ético.
A menos de un año de completar su mandato, el Gobierno del presidente Boric parece decidido a consolidar un legado donde los errores no solo son frecuentes, sino que son sistemáticamente minimizados. El daño que esto provoca no se limita a su evaluación política, sino que erosiona la ya frágil confianza ciudadana en las instituciones públicas. Vista así, la cifra de desaprobación entregada por la Encuesta CEP no sorprende: más bien, parece una consecuencia natural de un estilo de gobernar donde la negligencia se normaliza y la responsabilidad se diluye.