
El caso ProCultura no es sólo un nuevo episodio en la ya fatigada teleserie de corrupción y errores que enloda al Gobierno actual. Es, más bien, un espejo incómodo que refleja una contradicción profunda: aquella que existe entre los discursos de superioridad ética y las prácticas reales del poder. Una contradicción que se vuelve aún más aguda cuando los protagonistas son precisamente quienes alguna vez se presentaron como los “castos” de la política y desde su púlpito imaginario lograron movilizar a millones de incautos para venir a cambiar todo.
Hace no mucho, Giorgio Jackson, exministro y rostro emblemático del Frente Amplio, sentenció con tono seguro y enfático:
“Nuestra escala de valores y principios en torno a la política no solo dista del gobierno anterior, sino que creo que frente a una generación que nos antecedió”.
Frase que, desde entonces, ha perseguido a su sector como un designio impuesto. Y no es para menos. La declaración no solo parecía confirmar una superioridad ética, sino que, en su solemnidad, sellaba la idea de que los suyos venían a rescatar la política de las manos sucias de la vieja guardia elitista, como si la moral fuera un traje sin mácula que solo ellos supieran vestir.
Pero la realidad, tozuda como siempre, se encarga de poner todo en su sitio. Y aquí estamos, viendo como un entramado turbio de fundaciones, platas públicas y amistades políticas explota en la cara de un Gobierno que prometía otra forma de hacer las cosas. El caso ProCultura es especialmente dramático (para ellos), no solo por lo que implica en recursos y confianza pública, sino porque pone en jaque la narrativa del progresismo moralmente superior.
Y aquí entra otro símbolo: el presidente sin corbata. Gabriel Boric, con su estilo más informal y lenguaje poético, encarna una nueva estética del poder. Una estética que, al igual que la frase de Jackson, pretende diferenciarse del pasado e incluso borrarlo, refundándolo todo con sus procesos constituyentes. Pero no basta con cambiar el atuendo si el fondo termina siendo igual de opaco. Porque la bondad no se mide en el uso de figuras retóricas, sino en la transparencia de los actos.
No se trata de una cuestión de edad, ellos han empleado símbolos para vestir esa estética que creían -y creen- que transmite algo a la ciudadanía.
Por eso hoy, cuando vemos a los moralmente superiores envueltos en las mismas prácticas que antes criticaban, la sensación de traición es doble. No solo se vulnera la confianza pública, sino que se derrumba la ilusión de que los nuevos eran diferentes: “castos”; pero están terminando manchados por el mismo barro que juraban no pisar. Bueno, se ha visto que lo pisaron, usaron y amasaron.
Chile no necesita más discursos éticamente superiores, ni más símbolos vacíos. Necesita responsabilidad, ética sin arrogancia y humildad para reconocer errores. La probidad no se predica: se práctica, aunque sea sin corbata.