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Alberto Larraín y Patricio Cooper: el baile de los vampiros

Si la caída de Alberto Larraín tiene algo de novela decimonónica, no lo es menos el ascenso de su enemigo jurado Patricio Cooper, un fiscal de provincia que vio, en medio del expediente una escalera. Y la empezó a subir con pasos rápidos, presurosos, mal calibrados. Confundiendo fondos públicos con privados, sospechas con evidencias, y lo peor: confundió una frase jactanciosa con una confesión.

Alberto Larraín Salas podría haber sido un personaje central en las novelas de Blest Gana o Joaquín Edwards Bello. Ambos escritores, tan atentos a los espejismos de la posición social y a los matices casi trágicos de la picaresca chilena, habrían gozado con este Larraín que no es de esos Larraín. De ese Larraín que pasó por el colegio San Ignacio, sí, pero el del centro, no el de El Bosque, donde los apellidos pesan y se pronuncian con apresto.

Psiquiatra de adolescentes, excandidato a sacerdote, encantador de ONG’s. Un hombre que aprendió rápido que en Chile el poder no se disputa: se bordea. Y que no hay mejor manera de entrar al centro del tablero que casarse con alguien que ya está allí. Y allí se casó: con una mujer en el epicentro de la red política, empresarial y mediática: la también ppsiquiatra Josefina Huneeus, hija del exembajador y cientista político Carlos Huneeus y de la también cientista política y encuestadora Marta Lagos (hija ella de la exdirectora de la Biblioteca Nacional, Marta Cruz Coke). Un lugar, el corazón de la élite, que el doctor Larraín aprendió a habitar mejor que nadie: conversando sobre suicidio adolescente con filántropos, brindando por el acceso cultural con ministros, construyendo un lugar en apariencia incuestionable: Salud mental, libros de fotografía financiadas por mineras, programas de inmersión cultural con que las grandes empresas podían expiar sus culpas y rebajar impuestos gracias a la nunca suficientemente alabada Ley Valdés.

¿Cuándo fue que este hombre, tan preocupado de dos causas nobles —la salud mental y la cultura—, tan exitoso en ambos mundos, perdió el sentido de toda proporción y dejó que los millones comenzaran a circular en operaciones, al menos, dudosas? ¿Cuándo esas mismas causas —que justificaban cada reunión, cada contacto, cada fundación— dejaron de ser un fin para volverse un medio? Un mero salvoconducto, una credencial de impunidad con ribetes morales. ¿En qué momento el psiquiatra con vocación pastoral, novicio de los jesuitas, que supo moverse entre directorios y comités interministeriales, empezó a creer que no pagar sus deudas era un gesto de coherencia política, un acto de orgullo revolucionario? ¿Cuándo pasó de invocar valores cristianos a presumir, sin ironía, que “no les voy a pagar porque gasté toda esa plata en la campaña de Boric”?

Es una escena que Blest Gana habría descrito con melancolía, Edwards Bello con rabia, y Orrego Luco con sordidez médica. Pero el caso tiene también algo más turbio, más ruso y más chileno: un gesto dostoievskiano de culpa disfrazada de sacrificio en que la crisis mental que Alberto Larraín confiesa haber sufrido en su adolescencia y que lo llevo a estudiar psiquiatría, encontraría su lugar exacto. La historia redonda del joven que evita el suicidio de otros y el suyo pero que de otro modo, más certero, más doloroso, termina suicidándose para su mundo, para su propia idea del mundo.

Pero si la caída de Alberto Larraín tiene algo de novela decimonónica, no lo es menos el ascenso de su enemigo jurado Patricio Cooper, un fiscal de provincia que vio, en medio del expediente una escalera. Y la empezó a subir con pasos rápidos, presurosos, mal calibrados. Confundiendo fondos públicos con privados, sospechas con evidencias, y lo peor: confundió una frase jactanciosa con una confesión.

En esto, hay que decirlo, Cooper no ha innovado. Otros fiscales antes que él ya habían hecho de la filtración selectiva una forma de intervención política, un modo de capturar el relato antes que los hechos. Pero pocos se habían atrevido a tanto con tan poco. Pocos, como Patricio Cooper, han investigado para confirmar aquello que ya creían antes de investigar. Pocos han confundido con tanto entusiasmo la hipótesis con la prueba, y el presentimiento con el expediente.

Y casi nadie —salvo él— llegó a solicitar, sin éxito, la intervención del teléfono del presidente de la República, no por narcotráfico, ni por espionaje, ni por corrupción estructural, sino por unos millones cuya ruta sigue siendo borrosa, y cuya relación con Boric es, hasta ahora, puramente alegórica.

Eso, en cualquier país serio, el teléfono del presidente es un asunto de seguridad nacional. En Chile, en cambio, parece apenas otro capítulo de una serie de Netflix. Nada de lo anterior disminuye la gravedad del caso ProCultura, ni de las múltiples aristas que un fiscal debe investigar con seriedad. La relación de Alberto Larraín con varios gobiernos regionales, la eventual instrumentalización de su amistad con el presidente, y sus vínculos en el mundo empresarial y político, bastan para llenar los días y noches de cualquier fiscal que quiera hacer bien su trabajo. Cooper pudo haber sido ese fiscal. Pudo haberse concentrado en lo estructural, en lo verificable, en lo verdaderamente ilícito. Pero ha preferido mezclar lo importante con lo anecdótico, lo trivial con lo delictivo, la justicia con la farándula. Un error que ya le costó varios bochornos cuando dejó que se filtraran conversaciones de la diputada Cariola, que nada tenían que ver con el caso que investigaba. Conversaciones que consiguió de un teléfono incautado con el mayor dramatismo, sin conseguir del acto deleznable de allanar una mujer que acaba de parir, nada útil para su investigación. Todo eso lo ha hecho, además, en un año electoral, donde todo ruido tiene precio, y todo proceso puede ser inversión. No es del todo descabellado pensar que el próximo presidente —si es del sector opuesto al actual— le deba un guiño, un cargo, un gesto.

Sospechas, sí. Pero solo exageradas para quien no sabe quién fue Sergio Moro. Para quien no entiende que la justicia, cuando se hace desde la épica personal, termina pareciéndose más al espectáculo que a la ley.

Ojalá mis sospechas sean infundadas. Ojalá toda la claridad se haga en el caso ProCultura. Porque quienes trabajamos —o al menos creemos trabajar— en ese mundo tan frágil y tan necesario que es la cultura, sabemos lo urgente que es que no vuelva a ser el embarcadero preferido de todos los barcos piratas.

Ya tuvimos demasiados.

Y la marea aún no baja.

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