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Chile: niños ricos, República pobre

La reciente resolución de la Corte de Apelaciones de Antofagasta en el caso ProCultura –donde se concedió un recurso de amparo con fundamentos jurídicos endebles y argumentos marcadamente políticos– no hace sino confirmar el debilitamiento de la legitimidad del actuar judicial.

En pleno siglo XXI, cuando la humanidad ha avanzado en la consolidación de sistemas políticos basados en la democracia, el Estado de Derecho y la separación de poderes, resulta sorprendente que todavía sea necesario recordar su valor esencial. Estas instituciones no son un mero formalismo, sino el cimiento de cualquier sociedad libre, justa y organizada. Su vigencia y respeto no solo no deben darse por sentados, sino que han de expresarse en el actuar diario de quienes ejercen funciones públicas. Chile, que ha sido parte activa de este desarrollo institucional, parece hoy vivir una paradoja: mientras más se proclama el compromiso con estos principios, más se los banaliza en la práctica.

Ni nuestro acervo histórico ni la experiencia comparada han sido suficientes para contener una creciente tendencia a la frivolización del poder, el debilitamiento institucional y la irresponsabilidad política.

Autoridades altivas, ajenas a la humildad que exige el servicio público, parecen haber confundido el mandato ciudadano con una licencia para improvisar, presionar y hasta manipular las instituciones que juraron respetar. Lucharon, se dijo, por renovar la élite política, por traer savia nueva a las estructuras tradicionales, pero lo único que cambió fue el promedio de edad. La infantilización del poder ha traído consigo un ejercicio negligente, cuando no directamente irresponsable.

En el Congreso, algunos parlamentarios han caído en prácticas impropias, como enviar correos electrónicos o realizar telefonazos intentando acceder a información de investigaciones penales en las que no son intervinientes. Esto vulnera no solo la autonomía del Ministerio Público, sino que erosiona la confianza ciudadana en el respeto que los legisladores deben a los procesos judiciales y la debida deferencia con los demás órganos del Estado. Más grave aún es la presión pública que ejercen sobre los fiscales, rayando en una injerencia indebida que contradice el principio de independencia consagrado en la Constitución.

El Poder Judicial, por su parte, tampoco está exento de críticas. La remoción reciente de algunos de sus ministros, no ha significado un cambio de fondo en el activismo judicial que se viene denunciando desde hace años. La reciente resolución de la Corte de Apelaciones de Antofagasta en el caso ProCultura –donde se concedió un recurso de amparo con fundamentos jurídicos endebles y argumentos marcadamente políticos– no hace sino confirmar el debilitamiento de la legitimidad del actuar judicial. La judicatura no puede convertirse en un poder que interpreta y usa su rol más allá de los límites del derecho.

Y el Ejecutivo, finalmente, llamado a ser el referente de conducción técnica, en áreas sensibles y sectoriales como la seguridad, ha transitado por un camino de contradicciones, errores no forzados y declaraciones que bordean el espectáculo. La idea de espionaje político, que planteó el partido del presidente, no solo es grave, sino que debe tratarse con máxima responsabilidad. Que el ministro de Seguridad Pública –autoridad que debiera tener un perfil técnico– se desempeñe más como vocero político que como estratega en su materia, o que se soliciten explicaciones ante decisiones de investigación en procesos penales pendientes; son señales preocupantes del extravío de su rol gubernamental.

Lo que estamos presenciando no es un conflicto aislado entre poderes, sino una erosión generalizada del principio republicano, donde la función pública se ejerce con frivolidad y sin apego a la institucionalidad. La ciudadanía, que observa estas pugnas con creciente distancia, no puede ser la única llamada a cuidar la democracia. Las autoridades tiene la obligación ética y política de estar a la altura de su investidura.

Al final, nos dejan una República escuálida: no solo de bolsillos, sino que también de espíritu.

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