
El comercio ambulante es tan antiguo como la ciudad. En América Latina, Asia y África ha sido, históricamente, una forma legítima de supervivencia. Pero lo que alguna vez fue una expresión orgánica del intercambio social, hoy amenaza con volverse una ocupación desbordada del espacio público, especialmente en ciudades como Santiago, donde la informalidad ha pasado del margen al centro sin mayores resistencias.
La informalidad parece haberse extendido también al ejercicio del poder: una suerte de “autoridad ambulante”, que circula entre diagnósticos repetidos y promesas vagas, sin instalarse nunca del todo en el espacio donde se requiere gobernanza real. Se observa, se contabiliza, se declara preocupación. Pero se actúa poco, y cuando se actúa, se improvisa. Así, la calle queda entregada no sólo a la venta informal, sino también al abandono institucional, como si el orden urbano fuera un asunto optativo, o peor aún, imposible de abordar sin caer en la represión.
En nombre de la economía popular —y con argumentos válidos— se tolera, incluso se celebra, una práctica que genera beneficios indiscutibles: empleo inmediato, precios accesibles, reactivación de sectores deprimidos. En Bangkok, posiblemente la capital mundial del comercio ambulante, se calcula que la mitad de la población vive de esto. En Ciudad de México, los ambulantes son una presencia estructural. En Santiago, sin datos oficiales certeros, basta caminar por el centro o por cualquier estación intermodal para advertir que la ciudad ha sido literalmente reconfigurada por este fenómeno, que se ha acrecentado estos últimos años por una población “flotante” de inmigrantes a quienes la tierra prometida sólo les entregó una cuneta y un mantel.
Y es que los efectos ya no son sólo económicos. Son físicos. Son urbanos. La vereda deja de ser vereda. La plaza deja de ser plaza. La calle se transforma en un zócalo desbordado de carros, frazadas y parlantes. El espacio público, que debiera ser lugar de encuentro, deviene terreno ocupado, congestionado, tensionado.
El daño no es menor. Lo sufren los peatones, que ven cómo su derecho a circular libremente se ve comprometido. Lo padecen los comerciantes formales, obligados a competir con quienes no pagan arriendo, IVA ni patentes. Lo enfrenta el Estado, que ha cedido el control territorial y renunciado a gestionar con seriedad lo común. Y lo paga la ciudad entera, que va normalizando la precariedad como paisaje.
Los vendedores ambulantes no son enemigos del orden, simplemente no lo conocen. Son, en muchos casos, víctimas de un sistema laboral que los excluye y de un aparato estatal incapaz de integrarlos. Prohibirlos sin alternativa es criminalizar la necesidad. Legalizarlos sin criterio es institucionalizar el caos.
Santiago no necesita más tolerancia ciega ni más represión estéril. Necesita una política urbana clara, con voluntad de articular comercio informal y ciudad sin que uno destruya al otro. Arquitecturizar el problema sería una justa salida -para ellos- y una oportunidad para (el resto de) la ciudad.