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La industria del resentimiento

Trump no vende políticas; ofrece la promesa de que cada rabia, desencanto y sentimiento de exclusión no solo son reales, sino motivo de orgullo.

El resentimiento, esa antigua emoción corrosiva que solía rumiarse en privado, se ha convertido hoy en el motor más poderoso de la política estadounidense. Donald Trump lo entendió antes que nadie: transformó el agravio en un activo tangible, un emblema de identidad y pertenencia. En su mundo, la indignación no solo se expresa: se compra, se viste y se exhibe. Trump no vende políticas; ofrece la promesa de que cada rabia, desencanto y sentimiento de exclusión no solo son reales, sino motivo de orgullo.

El fenómeno no es menor. Según la Federal Election Commission, durante 2023, Trump recaudó más de 100 millones de dólares a través de su PAC (comité de acción política) Save America, principalmente mediante pequeñas donaciones individuales. Todos los correos y mensajes de texto dirigidos a sus seguidores eran un recordatorio: “Nos persiguen porque somos una amenaza para ellos”. No se trata solo de una petición de apoyo, sino de una transacción emocional. Con cada aporte, sus seguidores
adquirían no un proyecto político, sino la validación de sus agravios.

Un caso revelador fue el lanzamiento de su serie de NFTs (del inglés Non-Fungible Token: imágenes digitales que se comercializan como si fueran obras de arte numeradas) donde Trump aparecía como
superhéroe, astronauta o cowboy. Más de 45.000 unidades se agotaron en menos de un día. Bajo su apariencia extravagante, el mensaje era claro: “Nosotros, los olvidados, también podemos ser héroes”.

No se trataba de coleccionar imágenes, sino de defender la dignidad en un país que, según sienten muchos de sus seguidores, les ha arrebatado su lugar. Este mismo mecanismo de transformación del resentimiento en símbolo de identidad se evidenció tras su procesamiento penal. Con 91 cargos en su contra en cuatro estados, cualquier otro político habría quedado marginado o perdido su legitimidad.

Trump, en cambio, convirtió su foto de prontuario policial en un grito de batalla. Luego, imprimió su retrato presidencial —ceño fruncido y mirada desafiante— en poleras y tazas que se vendieron masivamente: en solo 24 horas recaudó más de 7 millones de dólares, según su comité de campaña. Para sus seguidores, cada acusación no era una prueba de culpabilidad, sino otra evidencia de que el sistema los desprecia.

Este patrón se repite en su vínculo con el establishment político. Trump no busca reintegrarse a la élite; construye su legitimidad a partir de ser excluido. Cuanto más lo repudia el Partido Demócrata —junto a ciertos medios y jueces—, más auténtico aparece ante sus bases. El resentimiento hacia esas instituciones,
cultivado durante años, es el terreno fértil donde su figura sigue creciendo.

¿Puede este modelo prolongarse? Mientras existan millones que sientan que su país ya no les pertenece, el mercado del resentimiento seguirá siendo lucrativo. Trump no necesita resolver problemas: le basta con dramatizarlos. No necesita ganar batallas institucionales: precisa perderlas de manera visible para reforzar la narrativa de una cruzada interminable.

Por eso, su política no ofrece caminos de salida ni proyectos de futuro. Provee, como todo producto de lujo bien diseñado, una pertenencia emocional: una forma de decir —con una gorra roja, una camiseta, una imagen digital— que el resentimiento ya no es un defecto, sino un emblema.

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