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Kast, la certeza del outsider

Me impresionó no solo su calma, sino el hecho de que esa calma no viniera acompañada de ningún tipo de moderación. Su antiboricismo era categórico, aunque sin odio ni rabia personal. Sus propuestas en inmigración y seguridad eran tan radicales como las de Kaiser, pero sin los coqueteos con antivacunas ni otros terraplanistas.

José Antonio Kast

De todos los candidatos que entrevisté en esta campaña, el que me dejó la impresión más inesperada fue José Antonio Kast. Conocía su afabilidad, su tranquilidad, su simpatía bien educada. Pero lo que me desconcertó —cuando hablamos en un parque, él en pantalón corto y camiseta de gimnasia— fue su certeza. Una certeza sin fanfarria ni euforia: él sabía, sin lugar a dudas, que iba a ganar.

No se trataba de arrogancia ni de cálculo. Era convicción pura, silenciosa. Lo dijo como quien señala que mañana es feriado. Yo pensé que deliraba. Las encuestas lo situaban cuarto. Los analistas hablaban de una derecha dividida, de una candidatura testimonial. Venía de perder elecciones, de fundar un partido con su apellido, de cargar con el fantasma de Pinochet como quien arrastra una estatua por la Alameda. ¿Quién podía votar por él?

Hoy esa pregunta suena ingenua.

Cuando hablé con él, Johannes Kaiser —su apóstol deslenguado— devoraba la atención pública con su retórica extrema. Pero mientras Kaiser cosechaba titulares, Kast construía. La derrota constitucional que muchos consideraban terminal, él la interpretó como el punto de partida para tejer una red territorial, larga, disciplinada, meticulosa. Mientras otros daban entrevistas, él fundaba comandos. Mientras Kaiser incendiaba la televisión, Kast recorría Chile buscando candidatos al parlamento.

Me impresionó no solo su calma, sino el hecho de que esa calma no viniera acompañada de ningún tipo de moderación. Su antiboricismo era categórico, aunque sin odio ni rabia personal. Sus propuestas en inmigración y seguridad eran tan radicales como las de Kaiser, pero sin los coqueteos con antivacunas ni otros terraplanistas. Para mis oídos de centroizquierda, su discurso era tanto o más peligroso que el que lo llevó a perder contra Boric en 2021. Con una diferencia esencial: entonces, Kast no tenía ganas de ganar, o sabía que solo podía perder. Uno sentía que ser presidente le daba una lata infinita. Que lo que le interesaba de verdad era predicar la buena nueva —o una versión apocalíptica de la buena nueva.

Hoy, en cambio, quiere ganar. Y, lo que es peor, sabe cómo hacerlo.

El Kast de hoy es alguien que se preparó para jugar el juego hasta el final. Es decir, está preparado para ganar. También está preparado para perder, pero no para entregarse. No está dispuesto a rendirse ni a regalarse. Sabe que esa falta de emoción con la que dice cosas terribles y promete cosas improbables —esa sequedad casi administrativa con que enuncia lo impensable— se ajusta mejor a la chilenidad profunda que a los discursos que pretenden seducirla.

Esa chilenidad que desconfía de la emoción, que prefiere la severidad antes que la ternura, el deber antes que el deseo. Una chilenidad que este hijo y nieto de alemanes ha aprendido no solo a leer, sino a encarnar. Y quizás también, a temer.

Todo está por verse aún. Vivimos pendientes de encuestas con dudoso correlato con la realidad, y el país parece oscilar entre la resignación y el espasmo. Pero hay algo claro: el Kast que todos daban por muerto está más vivo que nunca. No porque haya cambiado su discurso, sino porque supo esperar. No porque haya convencido a las mayorías, sino porque entendió —mejor que nadie— cómo funcionan sus silencios.

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