
Hace pocos días, el presidente Gabriel Boric se dirigió por última vez al país desde el Congreso Nacional para rendir cuenta de su gestión y delinear los meses finales de su mandato. Muchos esperaban que esta ocasión fuera aprovechada para hacer un llamado transversal, un gesto de responsabilidad y autocrítica, y una hoja de ruta clara frente a las urgencias que afectan a millones de chilenos. Pero no fue así.
Lejos de ofrecer una visión de país compartida, el presidente optó por hablarle a su electorado más fiel, ese 25% que aún aprueba su gestión. Su discurso no fue el de un Jefe de Estado que representa a todos los ciudadanos, sino el de un líder atrincherado, que prefiere sostener simbólicamente su proyecto original antes que reconocer sus evidentes fracasos. Fue una cuenta pública ideologizada, desconectada de las verdaderas preocupaciones ciudadanas, y ajena al clima de urgencia que se vive en las calles, en los hospitales, en las salas de clases y en los hogares.
El presidente evitó referirse con claridad a los múltiples retrocesos de su administración. A pesar de haber tenido que renunciar —por razones políticas y de gestión— a gran parte de sus propuestas emblemáticas, como el proceso constituyente refundacional, la reforma tributaria estructural o el fin al sistema de AFP, eligió no hacer balances ni enmiendas. Al contrario, redobló la apuesta en temas que, más allá de su importancia en el debate público, no representan las prioridades más urgentes para el país.
Mientras la lista de espera alcanza los 3,1 millones de espera por una cirugía o una consulta de especialidad —la cifra más alta desde que existen registros—, el gobierno decide impulsar con fuerza una agenda valórica centrada en la despenalización del aborto y la eutanasia. No hay dudas de que estos temas generan debate, pero cabe preguntarse si esa es la urgencia sanitaria de los chilenos hoy. ¿Dónde está la voluntad política para enfrentar la crisis estructural del sistema público de salud?
En materia de empleo, los datos también son elocuentes. Según el último boletín del INE, la tasa de desocupación nacional llegó al 8,8%, afectando con más fuerza a las mujeres (9,7%). En vez de poner en el centro la reactivación económica, la formalización del trabajo y el incentivo a la contratación, el gobierno insiste en reformas como la negociación ramal, que encarecen la contratación y amenazan con empujar aún más trabajadores hacia la informalidad. La desconexión entre el diagnóstico y las soluciones propuestas no puede ser más evidente.
La educación tampoco escapa a este cuadro. Frente a un escenario crítico de deserción escolar, violencia en los establecimientos y falta de libertad para elegir proyectos educativos, el presidente volvió a insistir con su promesa del “fin al CAE”, que no es otra cosa que un nuevo impuesto al graduado, disfrazado de justicia social. Una fórmula que no resuelve el problema de fondo y que terminará siendo más gravosa para los estudiantes que el sistema que se pretende reemplazar.
En definitiva, esta cuenta pública fue una oportunidad perdida. Lejos de ofrecer un cierre de ciclo con altura de miras, el presidente prefirió reafirmar su relato frente a los propios, mostrando un triunfalismo vacío de contenido e ignorando la responsabilidad histórica de liderar para todos. En vez de corregir el rumbo, insistió en una agenda lejana a las necesidades reales de los chilenos, y más preocupada de dejar contenta a su coalición que de responder a las prioridades de la ciudadanía.
El país no necesita una épica ideológica. Necesita soluciones concretas, voluntad de diálogo y un liderazgo que esté a la altura de los desafíos que enfrentamos. Lamentablemente, lo que vimos fue todo lo contrario.