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Evelyn Matthei versus Rose Fornet

Si yo fuera su jefe de campaña habría apostado por ese nombre escondido. Por esa Rose interna que, a diferencia del personaje construido, puede titubear, reírse, cuidar, preguntar. Reivindicar a Rose sería, para Matthei, atreverse a ser algo más que la hija del general de la junta de gobierno que liquidó el sueño de Pinochet de eternizarse. Ser, por fin, madre política. No de los suyos: del país.

El video que lanza la candidatura presidencial de Evelyn Matthei no presenta una propuesta, sino una escenificación: Evelyn versus Matthei. De un lado, la mujer íntima: pianista, costurera, meticulosa, estudiosa. Del otro, la política pública: ejecutiva, hiperactiva, frontal, implacable. Pero el contraste es una trampa. No hay conflicto real entre ambas. No hay pugna. Son la misma persona, refractada en dos espejos: la Evelyn que se exige ser perfecta y la Matthei que exige lo mismo a los demás.

Tocar Bach con rigidez prusiana, gobernar Providencia como si fuera una empresa alemana, justificar el golpe militar cuando nadie se lo pide, mandar a callar a una vocera cuya única función es hablar, todo obedece a la misma partitura. Una música afinada al milímetro, sin improvisación ni tambor tribal. Evelyn Matthei no escucha el ritmo del país: lo interrumpe. Se impone sobre él. Lo endereza.

Pero entre Evelyn y Matthei hay una figura ausente, una posibilidad silenciada: Rose Fornet. Su segundo nombre, su segundo apellido. Su lado hispánico, vulnerable, ambiguo. Su posibilidad de mostrarse otra sin dejar de ser ella misma. Si yo fuera su jefe de campaña habría apostado por ese nombre escondido. Por esa Rose interna que, a diferencia del personaje construido, puede titubear, reírse, cuidar, preguntar.
Reivindicar a Rose sería, para Matthei, atreverse a ser algo más que la hija del general de la junta de gobierno que liquidó el sueño de Pinochet de eternizarse. Ser, por fin, madre política. No de los suyos: del país. Porque si algo le cuesta a Evelyn, es cuidar y más que eso: escuchar.

El dilema no es solo suyo. Menos Jara o Kaiser y en cierta medida Winter, el resto de los presidenciables son viejos conocidos. Ninguno ha sido jamás rey feo ni reina de la primavera de sus respectivos colegios. A todos los conocemos por su rigidez, su sobriedad, su tendencia a meter la pata por exceso de convicción. Lo que les falta no es carisma ni marketing: es una Rose. Pero no una añadida, no una puesta en escena, no una pose. Les falta un otro lado que no sea impostura, sino parte viva de su identidad. Una segunda voz que no corrija a la primera, sino que la complemente. Que la haga humana. Que la haga habitable.

Pienso, por supuesto, en Carolina Tohá, que comparte con Evelyn Matthei la certeza —tanto propia como ajena— de su talento, capacidad e inteligencia, pero a quien también le cuesta llegar al corazón popular de un Chile vulnerable y colorido, violento y gentil, cursi y sobrio a la vez. Un Chile Rose, pero no de color de rosas. Llegar a ese corazón desheredado sin dejar de ser la persona extraordinariamente lúcida que se es, sin parecer que se miente o se edulcora la píldora como suele suceder en los reels de Instagram y las historias de TikTok donde todos los candidatos bailan, comen porotos o recuerdan su primer amor.
No se trata de fingir humanidad. Se trata de habitarla.

Es un dilema antiguo, que tiene que ver con la esencia misma de la democracia representativa: este sistema en el que el poder debe estar en manos de una élite —ojalá distinta a la media de los ciudadanos— pero que solo puede llegar a gobernar seduciendo a esa mayoría media. La experiencia reciente nos ha demostrado que caer en manos de seductores y encantadores de serpientes es abrir las puertas del infierno. Pero entonces, ¿cómo entusiasmar y movilizar al que no se logra encantar?

No tengo la respuesta. Pero en el caso de Evelyn Matthei, me atrevería a decir que la respuesta esta en Rose.

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