
Hace unos días, nuevamente una ballena apareció muerta al interior de un área protegida en el país. Según trascendió, el pasado viernes 30 de mayo la Armada de Chile recibió información desde Sernapesca, donde alertaban del hallazgo de un cetáceo muerto -un ejemplar hembra de rorcual- en el sector del estero Cupquelán, al interior del Parque Nacional Laguna San Rafael, en la Región de Aysén.
Aunque las primeras inspecciones al ejemplar -realizadas por personal de ambas instituciones- denotaron un avanzado estado de descomposición (por lo que no fue posible verificar la existencia de lesiones atribuibles a terceros), el hecho de que esto ocurra en las proximidades de centros de cultivo de salmones siempre genera dudas en las comunidades aledañas.
Este caso nos hace recordar el hallazgo de dos ballenas jorobadas muertas al interior de áreas protegidas a fines de octubre del año pasado: la primera encontrada también en el P.N. Laguna San Rafael, y la otra en la Reserva Nacional Kawésqar (RNK), en la Región de Magallanes.
En ambos casos, Greenpeace (junto a la comunidad indígena Kawésqar Grupos Familiares Nómades del Mar en el caso de la ballena muerta en la reserva magallánica) presentó querellas criminales contra quienes resulten responsables de la muerte de los cetáceos, las que fueron declaradas admisibles, constituyendo un precedente a nivel nacional al reconocerse la calidad de víctimas tanto a una ONG como a una comunidad indígena, en el contexto de un delito ambiental que involucra la muerte de una especie protegida.
Entre las diligencias que se han efectuado desde entonces, destaca la realización de necropsias a ambos cetáceos: en el caso de la ballena jorobada encontrada en Aysén -un macho subadulto (es decir, aún no alcanzaba su madurez sexual)- el informe reveló que la causa más probable de muerte sería un “enmalle asociado a actividades antropogénicas, particularmente relacionadas con redes de pesca, líneas de fondeo o cuerdas asociadas”; en tanto, en el caso del ejemplar de la RNK -una hembra juvenil- el procedimiento señala como posible causa de fallecimiento una colisión con una embarcación, considerando además factores indirectos como el estrés generado por un posible enmalle en redes.
En ambos casos, hay evidencias que apuntan a la posible comisión de un delito ambiental, provocado por actividades humanas al interior de áreas protegidas en nuestro país. Esto no es un asunto baladí, sobre todo si consideramos que en Chile contamos con regulaciones que rigen estos asuntos. De hecho, desde 2008, la Ley 20.293 declara los espacios marítimos bajo soberanía chilena como una zona libre de caza de ballenas, estableciendo medidas específicas como la conservación de las poblaciones de cetáceos y los ecosistemas relacionados; la protección de sus áreas claves para reproducción, alimentación y migración; la promoción de actividades de observación responsable y sostenible; y la creación de áreas marinas protegidas específicas para ellos.
La regulación además establece medidas preventivas, como que todas las naves pesqueras deben contar con planes de contingencia en caso de colisiones o daños accidentales a cetáceos, lo que nos hace preguntarnos sobre los protocolos que, claramente, no operaron en el caso de la ballena jorobada muerta en Magallanes.
Y a esta normativa, se suma la Ley 21.595 de Delitos Económicos y Medioambientales, publicada en agosto de 2023, que introduce modificaciones al Código Penal, estableciendo, por ejemplo, que ante hechos que afecten “gravemente uno o más de los componentes ambientales de una reserva nacional” o si se vieran afectadas “especies categorizadas como extintas, extintas en grado silvestre, en peligro crítico o vulnerables”, se castigará con presidio o reclusión a los responsables.
La normativa en el país es contundente al castigar actividades humanas que, por negligencia o intencionalidad, atenten contra la biodiversidad, sobre todo al interior de áreas protegidas y/o dañando a especies que, como las ballenas jorobadas, sean catalogadas en un estado de conservación vulnerable.
Esto es un asunto de primera importancia. Según información remitida por Sernapesca, entre los años 2009 y 2022, se han registrado 158 varamientos de ballenas de diversas especies a lo largo de las costas de nuestro país. De este total, el 46% ocurrió en la Patagonia, abarcando las regiones de Los Lagos, Aysén y Magallanes, consolidándose como una de las zonas más afectadas por estos fenómenos.
Es por eso que resulta crucial entregar más herramientas a los fiscalizadores para garantizar el cumplimiento cabal de nuestro marco regulatorio. Sin el personal necesario en las Brigadas Investigadoras de Delitos Contra la Salud Pública y el Medioambiente (Bidema) en regiones o los recursos para hacer las diligencias necesarias y de forma oportuna para establecer responsabilidades, por ejemplo, difícilmente se podrá cumplir con el espíritu de las normativas que nos rigen.
En el marco del Día Mundial de los Océanos hacemos un llamado a fortalecer a las instituciones que buscan y promueven su conservación. Nuestros mares patagónicos no sólo son hogar para miles de ballenas, representan también un santuario de vida y biodiversidad único en el mundo, por lo que urge tomar medidas efectivas para que sigan siendo un refugio seguro y un lugar donde volver, no sólo para estos cetáceos, sino para todas las especies que dependen de sus aguas. Protegerlo es proteger el corazón mismo de nuestra conexión con la naturaleza y nuestro compromiso con el futuro.