
Murieron en la misma semana y con los mismos 82 años de edad. Ambos marcados por la genialidad musical y el colapso mental; por la adicción a las drogas y un temprano retiro antes del total aislamiento. Y sin embargo, sus muertes -tanto como sus vidas-, no ocuparon el mismo espacio en la conversación cultural. Ni sus obras son abordadas con el mismo cuidado, ni sus historias personales son tratadas con la misma reverencia. Sly Stone y Brian Wilson partieron de este mundo con apenas unos días de diferencia y no es un juicio apresurado, sino una observación inquietante, constatar la diferencia de perspectiva y relato a la hora de hablar de un genio negro y de uno blanco.
El cerebro de los Beach Boys pasó sus últimos años entre homenajes emotivos, perfiles entusiastas y reseñas que insistían en lo que nadie duda: que fue un genio del estudio de grabación, que Pet Sounds es una obra maestra y que su legado permanecerá intacto por siempre. Sly Stone, en cambio, vivió sus últimos años envuelto un silencio incómodo. Aunque se citaba esporádicamente su explosiva aparición en los 60, faltó el gesto canónico y explícito de que Sly y Brian fueron, en planos distintos -aunque con méritos equivalentes-, innovadores absolutos de la música popular moderna.
Mientras que Wilson llevó el pop adolescente hacia la máxima sofisticación armónica -disputándole incluso popularidad a la dupla suprema de Lennon/McCartney-, Sly empujó a la música negra hacia un futuro brillante mezclando funk, soul, rock, glamour y contenido político en plena efervescencia por los derechos civiles. El músico afroamericano fue uno de los primeros en hacerse del control total de su trabajo y armó su banda como un familia interracial y mixta (una osadía en su tiempo). Valentía similar a la de Wilson que, imposibilitado por sus crisis de pánico, trabajó por todos al interior de los Beach Boys, cuando decidió quedarse en casa y no girar más con su primo y hermanos.
Ambos fueron brillantes, músicos totales, y leyendas artísticas cuyo legado es visible en muchos de los exponentes que crecieron escuchando sus discos. Pero solo uno se instaló como un héroe trágico, y el otro sólo como un viejo talento caído en desgracia. La dolorosa tesis se articula con lujo de detalles en el reciente documental Sly Lives! (aka): The Burden of Black Genius: mientras el sufrimiento blanco se convierte en redención; el negro, en marginalidad. Wilson como un alma sensible que exploró el abismo, Sly como un caso errático que terminó viviendo en una camioneta en su época más baja de los 2000. Pero ni el dolor de uno fue más sencillo que el del otro, ni el arte de cada uno menos transformador para la cultura popular.
No es que Brian Wilson haya sido celebrado en exceso, es que a Sly Stone le faltó mucho de eso y esta semana de despedidas y obituarios y homenajes póstumos sirvió para confirmar que los mecanismos del recuerdo, prestigio y permanencia siguen marcados por un sesgo racial no resuelto. Quedan los discos, la obra y dos formas distintas de decir lo mismo: que a veces la música nace de una mente brillante y que eso nunca es una cuestión de piel.