
Durante el último tiempo, distintos antecedentes han puesto bajo la lupa una verdad incómoda: gran parte del empleo público en Chile está lejos de ser neutral, profesional y orientado al mérito. Si bien, debiese ser uno de los principales pilares del Estado el contar con una administración pública técnica, estable y al servicio del país, esto se ha transformado, en distintos casos, en una herramienta de poder partidario, favores cruzados y operadores disfrazados de servidores públicos.
Lamentablemente, esto no es un problema nuevo, pero sí uno que este gobierno ha profundizado con una crudeza pocas veces vista. Los informes de Contraloría y las investigaciones del Ministerio Público, han revelado patrones de contratación donde la idoneidad profesional es secundaria frente al carnet político. La función pública se ha convertido, para muchos, en una extensión del comando de campaña.
Pero esto no solo daña la eficiencia del Estado. Erosiona también la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. ¿Cómo se le explica a un recién egresado que estudió para ingresar al servicio público que los cargos más relevantes se terminan repartiendo por cuotas políticas? ¿Cómo se convence a los contribuyentes que sus impuestos se usan bien, si los recursos terminan financiando fundaciones de amigos o sueldos sin contraprestación real?
La precarización del empleo público que se observa en el país, sumado al abuso de figuras como los contratados vía honorarios y los convenios con fundaciones, han sido funcional a esta lógica. Según el último Informe Trimestral de los Recursos Humanos del Sector Público de la DIPRES, a marzo de 2025, el personal del Gobierno Central alcanzó los 507.790 cargos efectivos, de los cuales un 87,9% corresponden a funciones permanentes y el resto, un 12,1% a funciones transitorias. También se registra que el último trimestre la dotación permanente aumentó en 35.339 cargos, un alza del 8,6% mientras que el personal transitorio disminuyó en 9.067.
Este crecimiento significativo en la planta permanente del Estado contrasta con la débil fiscalización y la falta de criterios técnicos claros para muchas de estas contrataciones, alimentando la percepción de un Estado inflado y politizado. Y el resultado es alarmante: un Estado grande, pero frágil, desbordado y que reacciona tarde y lento ante las verdaderas urgencias de los chilenos.
Resulta especialmente contradictorio que este fenómeno se haya profundizado bajo un gobierno que llegó al poder con una promesa explícita de terminar con estas prácticas. El presidente Gabriel Boric, durante su campaña, afirmaba con aparente convicción que erradicarían el nepotismo en el Estado. Sin embargo, los hechos han demostrado lo contrario: no solo no se ha avanzado en esa dirección, sino que se ha normalizado -y en algunos casos justificado– el uso indiscriminado de cargos públicos para pagar favores políticos o sostener redes clientelares.
Para combatir esto, se requiere de una reforma estructural que contemple una autocrítica transversal y un verdadero impulso a una carrera funcionaria basada en el mérito, con estándares objetivos, mayor transparencia y límites estrictos al amiguismo político.
El Estado no le pertenece al gobierno de turno, y mejorarlo es una tarea que resulta ineludible para restablecer la confianza, la probidad y la buena administración de los recursos públicos. No hacerlo es abandonar a las autoridades y a la política a su desprestigio total, lo que puede terminar abriendo paso al fortalecimiento de los populismos, que aprovechan el malestar para ofrecer recetas radicales.