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Velvet Sundown: el triunfo de la banda que no existe

¿De qué hablamos? De un grupo musical creado por la inteligencia artificial y cuyo verdadero triunfo está en construir un universo sonoro que, lejos de sonar irreal, se declara con una familiaridad emocional que muchos músicos de carne y hueso podrían tardar años en encontrar.

The Velvet Sundown no es real. Al menos no desde lo que hasta hoy entendemos por real. No hay conciertos, no hay entrevistas, ni hay una banda detrás. Lo único que existe es un puñado de canciones alojadas en Spotify que se le adjudican a este “conjunto” y que están envueltas en un halo setentero de polvo, caset y melancolía sonora. Y sin embargo, a pesar de todo lo que no es rastreable, el “cuarteto” está entre lo más escuchado del momento, con casi un millón de oyentes mensuales, dos discos en seis semanas y una presencia ubicua en playlists temáticas que también parecen salidas de otra época como Vietnam Memories, Analog Dreams, Canyon Folk Revival.

¿De qué hablamos? De un grupo musical creado por la inteligencia artificial y cuyo verdadero triunfo está en construir un universo sonoro que, lejos de sonar irreal, se declara con una familiaridad emocional que muchos músicos de carne y hueso podrían tardar años en encontrar. Todo en The Velvet Sundown parece diseñado como si nos hablara desde una vida que no vivimos, pero que igual añoramos. Desde la voz de Gabe Farrow, el supuesto vocalista que recuerda tanto a Burton Cummings (The Guess Who) y Paul Rodgers (Free) como a Neil Young, hasta los títulos de sus canciones con mezclas de palabras cuidadosamente elegidas para hablarnos de una época y de un sonido en particular: Dust in the Wind, Monica in November, Echoes on the Cassette, Floating on Echoes.

Aunque hay pasajes incompletos, un relato disperso y la sensación constante de estar escuchando demos y no canciones terminadas -y está lleno de grupos reales especialistas en eso-, lo que flota en el aire es un guiño permanente al imaginario sonoro de los 70: al soft rock de Eagles, la elegancia jazzera de Steely Dan, la sensibilidad pastoral de America o un Neil Young a la altura de Helpless, e incluso una pátina cinematográfica que evoca a una actriz fumando frente al océano, en una película setentera que probablemente no existe, pero que igual vimos y recordamos. Las guitarras acústicas están afinadas en atardeceres color Polaroid y los sintetizadores son suaves como neblina de costa matinal. Las armonías vocales flotan en un reverb exacto y hasta las portadas también generadas por IA remiten a la estética de un Nick Drake a la altura de Pink Moon: lunas solitarias, árboles desnudos, cielos que parecen contarse secretos en postales inspiradas por los sueños de Dalí.

The Velvet Sundown suena como un disco viejo que por alguna razón nos habíamos olvidado de amar y ésa es precisamente su fuerza. Aunque es un invento nuevo, no inventa nada nuevo, pero el resultado es tan evocador como la música de una radio que dejamos encendida una noche de 1977. Lo más inquietante y hermoso a la vez es que el efecto no disminuye aunque sea producto de una máquina. Porque no es una IA que improvisa sonidos al azar, sino que es una inteligencia programada que entendió el modo en que ciertos acordes, timbres vocales y progresiones armónicas, activan no solo emociones, sino recuerdos construidos en común. Más que crear música, el algoritmo detrás de The Velvet Sundown reconstruye una idea del pasado con canciones que fueron diseñadas para sonar como si fuera real y que no nacieron de un dolor, ni de una epifanía, ni de una borrachera compartida, sino de una simulación perfecta de todo eso.

La banda del momento no es solo un celebrado y controvertido experimento de IA. Es un espejo que nos dice que lo que recordamos y percibimos como “verdadero”, no siempre necesita haber existido.

Como pasa con The Velvet Sundown, a veces basta con que lo parezca.

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