Mi hija de siete años se despertó gritando una noche. Un compañero del colegio le había contado que en Chile ahora hay delincuentes que se roban autos con niños adentro. Que en su casa, incluso, habían ensayado qué hacer si les pasaba algo así. Aunque intenté tranquilizarla, su miedo era real. Y no estaba sola.
Según la última Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana, el 87,7 % de los chilenos cree que la delincuencia ha aumentado. El miedo al secuestro, una figura que antes parecía sacada de una serie policial, hoy se ha instalado en la sobremesa, en los recreos escolares, en los grupos de WhatsApp. En este escenario, hay un componente clave que suele estar ausente en el debate público: la comunicación. Ahí también se juega una parte crucial de esta batalla.
Una estrategia de seguridad efectiva debería apoyarse en tres pilares: proteger, contener y persuadir. Y es esta última dimensión, la persuasión, la menos discutida, pero posiblemente la más subestimada. Porque no basta con hablarle a la ciudadanía: también hay que hablarle al delincuente.
Como ha advertido el investigador británico Mark Galeotti, experto en crimen organizado, las mafias modernas se comunican mejor que los Estados. Usan redes sociales, tecnologías encriptadas y plataformas digitales no solo para coordinar delitos, sino para propagar relatos que instalan miedo, desinformación y poder simbólico. Operan como redes fluidas, móviles, sin centro. Y lo hacen rápido, con mucha eficacia.
Mientras tanto, la comunicación estatal muchas veces aparece fragmentada, ambigua, reactiva. Pero Galeotti lo dice con claridad: la comunicación puede ser tanto una herramienta de combate como una vulnerabilidad crítica. Si se gestiona bien, permite articular vigilancia, coordinación y confianza. Si no, queda expuesta a la manipulación o la indiferencia.
La certeza de consecuencias es una de las formas más poderosas de disuasión. Pero esa certeza no se construye solo con palabras; se construye con hechos, acciones visibles, consistentes, sostenidas, y luego se comunica con fuerza. Porque la seguridad también es un relato, y el cual debe ser claro, firme y coherente.
Cuando el lenguaje de la autoridad es débil o técnico, el mensaje que se instala es peligroso: “El Estado no está”, “nadie me mira”, “todo se justifica”. En ese vacío, la impunidad se vuelve cultural. Por el contrario, cuando la acción es rápida, concreta y bien narrada, la autoridad recupera el control simbólico del espacio público. Se transmite algo fundamental: que infringir la ley tiene consecuencias, que el Estado sí está presente, y que la ciudadanía no está sola.
Por eso no se trata de elegir entre actuar o comunicar. Se trata de hacer ambas cosas bien. Operativos efectivos, investigaciones exitosas, detenciones visibles: todo eso también forma parte del lenguaje con que el Estado se expresa. Y cuando ese lenguaje se articula con precisión, autoridad y oportunidad, la disuasión ocurre.
Lo que necesitamos no es solamente hacer más reformas, cámaras o declaraciones. Necesitamos una narrativa pública de autoridad: una que contenga a quienes tienen miedo, que advierta a quienes cruzan la línea, y que haga evidente, en palabras y en hechos, que es el Estado el que manda. Una narrativa bien construida puede contener. Puede disuadir. Puede articular.
Porque si el miedo es contagioso, la certeza también puede serlo. Y al final, eso es lo que todos, especialmente nuestros niños, necesitamos para dormir tranquilos.