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Daniel Manouchehri: ojos de piscina, cabeza de trampolín

Manouchehri sabe que, gracias a que hay poco vino tinto y poca empanada en su sangre, gracias a que no se parece nada al chileno medio que representa, las cámaras lo quieren. Aprovecha ese cariño para presentar los más aventurados proyectos de ley y hacerse parte de toda suerte de casos judiciales donde, una vez más, las cámaras se encontrarán con el azul de sus ojos escrutadores y justicieros.

Es difícil estar de acuerdo con Daniel Manouchehri. Difícil no porque sus opiniones sean muy aventuradas y audaces —son las de un socialista cualquiera, que son en general las mías—, sino por el modo altamente sobreactuado e impúdicamente narcisista con que las plantea.

Esta semana se opuso al voto de los extranjeros no nacionalizados, algo que no tiene nada de raro y no debería ser polémico, pero consiguió plantearlo con una dosis desmedida de racismo e ignorancia, llamando a que la política chilena huela a vino y no a ron, a empanada y no a arepa, como si el problema se redujera al voto de los venezolanos, únicos extranjeros que parecían preocuparle a una izquierda que ama a los extranjeros en general pero los odia en específico, porque como los pobres desafían su idea de lo que un extranjero debería ser.

Uno esperaría que un diputado cuyo nombre completo es Manouchehr Daniel Manouchehri Moghadam Kashan Lobos, un diputado que nació en Viena de padre iraní y madre chilena, tuviera una visión más compleja de la nacionalidad y la ciudadanía. Pero la complejidad nunca ha sido una de las preocupaciones de este sonriente diputado, que lleva sus ojos azules y sus despejados rasgos persas como una suerte de inmunidad diplomática que le permite hablar de todo y cualquier cosa que termine o empiece en su propia persona que algunos (el) llegaron a pensar que sería una buena alternativa presidencial.

Manouchehri sabe que, gracias a que hay poco vino tinto y poca empanada en su sangre, gracias a que no se parece nada al chileno medio que representa, las cámaras lo quieren. Aprovecha ese cariño para presentar los más aventurados proyectos de ley y hacerse parte de toda suerte de casos judiciales donde, una vez más, las cámaras se encontrarán con el azul de sus ojos escrutadores y justicieros.
Lo acompaña en la tarea de hacerse lo más visible posible la diputada Daniela Ciccardini. Los dos forman una dupla de jóvenes y audaces fiscalizadores que se dedican a denunciar a los poderosos de siempre, a pesar de que en sus respectivos distritos son hijos y hermanos de poderosos de casi siempre (exalcaldes). También presentan proyectos tan incuestionables como otorgarle el día libre a quien esté de cumpleaños, medida que se complementa con otorgar al mismo trabajador un día libre por la muerte de cada una de sus mascotas.

Uno no puede evitar pensar en los dos diputados como actores de una película que las cámaras de los noticieros filman en directo. Actores que lo hacen estupendamente pero que no logran encontrar una intriga, un caso, una ley, un escándalo, una denuncia, que este a la altura de sus talentos. Ni siquiera el caso Hermosilla donde comparecieron sin tener demasiada vela en el entierro.

A punto de romper con todo, a punto de descubrir el origen de todas las injusticias los diputados se quedan sin embargo suspendido en la promesa. Mal que mal, los diputados son socialistas y PPD, es decir, están condenados a ser moderados, oficialistas, de izquierda pero no tanto, de centro pero no del todo.

Como militante de toda la vida del socialismo chileno Manouchehri debe entonces cada cierto tiempo soportar los retos de Paulina Vodanovic o las pullas de Fidel Espinoza. Sabiendo lo que lo espera antes de hacer algo realmente escandaloso, el diputado se frena y dice cosas como la que dijo esta semana: ofensas gratuitas al ron y la arepa que permiten esconder el centro de un asunto, que no tiene nada de ofensivo ni de escandaloso. Así, como es su costumbre, logra que las cámaras se desvíen de lo que importa —el tema del voto de los extranjeros en Chile— para concentrarse en lo que le importa a él: él mismo .

Manouchehri no está solo. De hecho, en esta última tontería lo respaldó, con igual muestra de xenofobia, el diputado Rementería. Podríamos encontrar en todos los sectores políticos diputados (y algunos senadores) igualmente creativos y desenfocados. Esa es quizás la verdadera cruz de nuestra democracia: gane quien gane la presidencia, lo más seguro es que tendremos una Cámara igualmente inoperante que esta. Sin ir más lejos, esta legislatura sigue a otra: la del diputado Naranjo hablando por horas para que Giorgio llegara a votar una acusación constitucional rigurosamente inútil, que parecía haber llegado al colmo de la vergüenza ajena.

No se puede culpar solo al sistema electoral de esta ostensible baja en el nivel de nuestros parlamentarios. Sería cómodo hacerlo. Pero la verdad es menos técnica y más humana. Hijos o hermanos de alcaldes, figuras de la tele, primos tontos de un primo rico: el diputado debe ser conocido, pero no necesariamente conocer nada más que eso: El arte de que la gente lo pare en la calle.

La mayoría de los diputados que nos legislan le hacen honor al deber de ignorar muchas cosas distintas. Lo único que nunca olvidan es la obligación de reelegirse, es decir, abandonar la tarea de hacer leyes para dedicarse a la labor tanto más edificante de besar recién nacidos y ver bailar a ancianos en pantuflas.

Algunos, como Manouchehri, nos deleitan con su mirada pura y sus inalterables convicciones. Pero generalmente, el diputado gris que nadie conoce y el mediático consiguen en las comisiones y el plenario más o menos lo mismo: la sensación de que nuestra democracia respira en calma, sin saber ya para qué lo hace.

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