Los años electorales, sobre todo los de comicios presidenciales, son muy intensos en emociones, disputas, dramas y sorpresas, y, por lo mismo, suelen concentrar buena parte de la atención de los medios de comunicación y, por consecuencia, de las audiencias. Está muy bien que así sea, porque es un síntoma de que pese a algunos evidentes signos de deterioro, aún contamos con una democracia bastante sana, a la que los ciudadanos prestan atención y preocupación.
Pero, y si uno hace el ejercicio de buscar algo negativo en aquello, suele ocurrir que otros hechos, también de relevancia, se ven opacados por la noticia más grande o importante y así el público pierde interés en ese evento que antes sí le parecía llamativo.
Otra consecuencia poco deseable es que puede dar pie para que algunos, muy atentos a esto, puedan ver una oportunidad para aprovecharse de esta suerte de inercia e intentar dejar algunas cosas bajo la alfombra el mayor tiempo posible.
Algo parecido a eso ha venido ocurriendo desde el 16 de mayo, día en que el fiscal nacional, Ángel Valencia, decidió sacar del denominado caso ProCultura, al fiscal Patricio Cooper. Este último venía desarrollando una investigación vigorosa, con variadas revelaciones y múltiples diligencias, muchas de las cuales salpicaron no sólo al protagonista principal de estas eventuales irregularidades, el psiquiatra Alberto Larraín, cercano al presidente Boric y líder de la cuestionada fundación, sino que al gobernador Claudio Orrego, el diputado Diego Ibáñez, entre otros, despertando una más que natural atención de la opinión pública.
Pero ese día, como por arte de magia, todo desapareció de escena.
Y claro, después, como que todos nos fuimos olvidando.
No nos volvimos a enterar de diligencias, interrogatorios, declaraciones, allanamientos, incautaciones y, para qué decir, de una posible formalización de Larraín.
Por cierto que no se trata de exigir que el Ministerio Público y sus fiscales tengan la obligación de investigar bajo las luces de los medios de comunicación o las redes sociales, ni cerca de eso, porque sin duda que el deber de reserva y sigilo se agradece, más aún si tributan al éxito de la investigación, pero eso es diametralmente distinto a que no se avance o que se congele todo, como al parecer ha ocurrido los últimos dos meses y medio.
No es estar viendo bajo del agua o fantaseando con conspiraciones de estilo cinematográfico, pero si consideramos que la única noticia de relevancia vinculada al caso la volvió a dar el propio Cooper, todo se hace más complejo de entender.
Esta semana, el fiscal regional de Coquimbo, en entrevista con Radio Duna, señaló que justo antes que lo sacaran de la investigación, había decido formalizar a 14 personas vinculadas con Procultura, entre ellas, por cierto Alberto Larraín, y que esa determinación se la informó a sus superiores.
¿Qué respondieron desde el Ministerio Público? Hasta el momento de escribir esto, nada. Y no solamente no han dicho nada para intentar aclarar lo señalado por Cooper, sino que tampoco para informar cuál es el estatus del caso y si efectivamente llegará, o no, el momento de ver a Larraín y compañía intentar explicar todo esto en el lugar que corresponde, en tribunales, y así comenzar a saber qué pasó con los multimillonarios recursos que el fisco le traspasó, casi siempre por asignación directa, a su fundación.
Porque estamos hablando de pesquisas y antecedentes que hasta el momento habían apuntado a los posibles delitos de lavado de activos, fraude al Fisco, tráfico de influencias, apropiación indebida y estafa, con montos que llegarían a los $5.900.000.000, y con todo ello ocurriendo peligrosamente muy cerca de los más altos círculos del poder político.
El Ministerio Público tiene la obligación de no nublarse, distraerse o inhibirse por la exaltación mediática de las elecciones y el poder que la rodea. Tiene la obligación de avanzar, de formalizar a quien tenga que formalizar, trabajar para que todo esto se aclare con la mayor transparencia y ojalá velocidad posibles. No es razonable ni aceptable que el caso siga durmiendo el sueño de los justos, aprovechando que todos estamos distraídos por las tensiones de la carrera presidencial.
Lo peor que le podría pasar al propio Ministerio Público es que se termine por instalar la sensación -o ya derechamente la convicción- de que acá se está queriendo tapar algo, que por los contactos de alto nivel de Larraín en el gobierno, es mejor no avanzar con la investigación, con las posibles formalizaciones y juicios, por el eventual daño a las instituciones que esto podría acarrear.
No importa que estemos en año electoral. No importa que varias connotadas autoridades y figuras oficialistas, partiendo por el Presidente, se fotografiaran dichosos junto a Larraín, que le prodigaran cariño filial y conceptuosas loas o que algunos trabajaran con o para él.
Lo que realmente importa es proteger de verdad a nuestra institucionalidad, cumpliendo lo que en La Moneda han prometido, prometido y prometido: Caiga quien caiga.