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El peso de una imagen

El uso fuera de contexto de una fotografía por parte del New York Times, reabre una pregunta urgente: ¿está el periodismo cumpliendo con su deber de informar con rigor en tiempos de crisis? La desinformación no siempre es deliberada, pero sus efectos son igual de nocivos.

Hace algunos días, The New York Times reconoció haber utilizado de manera incorrecta la imagen de un niño palestino en su portada. La fotografía, reproducida ampliamente en redes sociales y medios internacionales, mostraba a un menor con signos evidentes de extrema delgadez, en el marco de un reportaje sobre la situación humanitaria en Gaza. Sin embargo, el mismo medio aclaró más tarde que el niño estaba gravemente enfermo desde antes del conflicto. Aun así, su imagen fue presentada como símbolo de la supuesta hambruna generalizada provocada por la guerra.

Este hecho, lejos de ser un simple error editorial, pone en cuestión una serie de prácticas que lamentablemente se han vuelto frecuentes en la cobertura mediática de conflictos prolongados. El uso de imágenes impactantes sin el contexto adecuado, la amplificación de relatos no verificados o el sesgo selectivo en la elección de fuentes no solo distorsionan la realidad, sino que debilitan la función social del periodismo: informar con responsabilidad, verificar con rigurosidad y contribuir a una comprensión más profunda y honesta de los hechos.

Desde que comenzó la conflicto en Gaza, hemos sido testigos de cómo ciertos vicios comunicacionales se han instalado en el debate público. Se difunden cifras sin respaldo claro, se publican testimonios que luego se desmienten, y se replican imágenes cuya procedencia o contexto no se contrasta debidamente. En medio de la tragedia humana que conlleva cualquier conflicto bélico, este tipo de conductas no solo son irresponsables, sino profundamente dañinas.

La desinformación tiene múltiples rostros. A veces adopta la forma de noticias falsas, otras veces es la omisión de hechos relevantes o la sobrerrepresentación de una parte de la historia. En todos los casos, el efecto es el mismo: se pierde la confianza en los medios, se polariza aún más la conversación pública y se crea una sensación de realidad fragmentada. En este escenario, la necesidad de un periodismo serio, independiente y comprometido con la verdad es más urgente que nunca.

Informar no es solo transmitir hechos. Es también ponerlos en perspectiva, darles contexto y evitar que se conviertan en instrumentos de propaganda o manipulación emocional. La imagen del niño enfermo publicada fuera de contexto por el New York Times no solo desinformó, sino que reforzó una narrativa sin evidencia sólida, apelando al impacto emocional por sobre la responsabilidad editorial. Y aunque el medio rectificó, el daño ya estaba hecho.

La rectificación no borra la imagen. No repara el uso indebido de un rostro humano para sostener un relato incompleto. Y mucho menos, reestablece la confianza perdida. Porque la confianza, como bien sabemos, se construye con coherencia, con método y con ética.

En tiempos donde las redes sociales compiten con los medios tradicionales por captar la atención de las audiencias, el periodismo de calidad no puede renunciar a su esencia. Necesita hacer pausas, corroborar datos, buscar más de una fuente, resistir la presión del clic fácil o la portada escandalosa. Y sobre todo, debe recordar que la vida de las personas, sus dolores, sus historias, no son piezas intercambiables de una narrativa política.

Hoy más que nunca, necesitamos medios que se hagan cargo de su rol. Que asuman que cada error, cada omisión, cada foto mal utilizada tiene consecuencias. Y que comprendan que informar bien es, también, una forma de proteger la dignidad de quienes están siendo retratados. Solo así podremos devolverle al periodismo el lugar que merece: el de una herramienta al servicio de la verdad, y no de la manipulación.

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