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Cultura entre extremos: Kast, Jara y la alternativa moderada de Matthei

Lo que Chile necesita no es una cultura “al servicio” de ninguna causa —ni la cruzada moral de Kast ni la “emancipación revolucionaria” de Jara—, sino una política que garantice libertad de creación, protección institucional, respeto a las memorias diversas, y pluralismo estético e ideológico.

La cultura, en su mejor expresión, es espacio de libertad, crítica y pluralidad. Pero cuando el poder se radicaliza —ya sea desde la derecha o la izquierda— el arte y el pensamiento suelen ser las primeras víctimas. En Chile, ante un posible enfrentamiento electoral entre José Antonio Kast y una figura comunista como Jara, el mundo cultural debe prender sus alertas. Ambas posturas representan modelos ideológicos que, históricamente, han restringido la creación artística y subordinado la cultura a proyectos de poder.

José Antonio Kast encarna una derecha reaccionaria que no ha ocultado su admiración por la dictadura de Pinochet. Como en las políticas culturales de Viktor Orbán en Hungría o de Jarosław Kaczyński en Polonia, la apuesta es por una cultura “patriótica”, moralmente tradicional y subordinada a un relato nacionalista. Orbán, por ejemplo, ha intervenido museos, teatros y universidades, eliminando carreras como estudios de género, reemplazando directores de centros culturales por militantes de su partido. Kast ha mostrado signos similares: su rechazo explícito a las diversidades sexuales, al feminismo y a la memoria crítica de Chile anticipa un proyecto excluyente. La cultura, bajo su mando, correría el riesgo de volverse herramienta de cohesión conservadora, no de disenso democrático.

Pero el riesgo de una captura ideológica del arte no proviene solo de la derecha. En el otro extremo, una figura como Jara —con arraigo en el Partido Comunista— representa otra amenaza: la de un proyecto cultural de inspiración leninista, aunque esta vez negado o disfrazado bajo un discurso progresista. El comunismo chileno, pese a su adaptación institucional, nunca ha renunciado del todo a la lógica del centralismo ideológico. La figura de Jara, heredera del aparato cultural del PC y exponente de una generación que tiende a romantizar la revolución, expresa esa contradicción: en el discurso se defiende la diversidad, pero en la práctica se tiende a normar lo legítimo desde la mirada de la lucha de clases.

Ese leninismo negado se traduce en una visión instrumental del arte: el arte como herramienta de transformación social, no como expresión autónoma. La experiencia de Alemania Oriental o la Checoslovaquia socialista es clara: solo era considerado legítimo el arte que ayudaba a “construir el socialismo”. Los disidentes —como el escritor Milan Kundera o la banda The Plastic People of the Universe— fueron perseguidos, silenciados o forzados al exilio. En Cuba, el caso de Heberto Padilla, poeta detenido por expresar dudas sobre la revolución, marcó un antes y un después para los intelectuales latinoamericanos. La frase de Fidel Castro sigue resonando como advertencia: “Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”.

En Chile, durante la gestión de Julieta Brodsky, ministra de Cultura del gobierno de Boric e integrante del círculo cercano de Jara, comenzaron a percibirse síntomas de esa deriva: fondos concentrados en ciertos discursos de superioridad moral frente a otras expresiones, y una mirada algo paternalista del Estado sobre la producción cultural. Si bien no hubo censura directa, sí apareció una lógica de exclusión simbólica hacia quienes no encajaban con el relato oficialista. Esa es la semilla de una política cultural leninista, aunque se oculte tras lenguajes inclusivos o postmodernos.

En este contexto polarizado, Evelyn Matthei podría representar una alternativa más institucional, menos ideológica y más centrada en la autonomía de los espacios culturales. Su gestión como alcaldesa de Providencia ha demostrado que una derecha moderna puede fomentar la cultura sin manipularla: fortaleció el Centro Cultural de Providencia, promovió actividades con actores de distintas sensibilidades, y nunca ha intentado imponer un relato único. Su modelo se asemeja al de Angela Merkel en Alemania, quien —desde la centroderecha— defendió una política cultural plural, con financiamiento sostenido, y sin subordinación partidista. Merkel comprendió que la cultura no debe servir al Estado, sino vigilarlo.

Lo que Chile necesita no es una cultura “al servicio” de ninguna causa —ni la cruzada moral de Kast ni la “emancipación revolucionaria” de Jara—, sino una política que garantice libertad de creación, protección institucional, respeto a las memorias diversas, y pluralismo estético e ideológico. Frente al autoritarismo cultural camuflado, la moderación puede no ser emocionante, pero sí vital.

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