La política ya no se pierde en el Congreso. Se pierde en el feed. Las crisis modernas no esperan un debate parlamentario: se instalan en segundos, se multiplican en minutos y pueden destruir una agenda presidencial antes de que llegue al noticiero de la noche. En cada campaña presidencial discutimos sobre programas de gobierno, trayectorias, promesas y alianzas. Pero hay una competencia que, aunque siempre ha sido importante, solía cumplir un rol de soporte y hoy es un requisito protagónico: la capacidad de manejar las comunicaciones.
No es un detalle accesorio. En la era de los nuevos medios, las redes sociales y las tecnologías exponenciales, gobernar es también navegar, y sobrevivir, en un océano comunicacional que no da tregua. Bots, desinformación, noticias falsas y campañas coordinadas pueden cambiar el curso de la agenda de un gobierno en cuestión de horas.
Lo vimos en 2019, cuando el presidente Piñera enfrentó el inicio de un ciclo de protestas amplificado por una transición aún incipiente hacia el dominio creciente de las redes sociales. Y lo hemos visto también en el gobierno del presidente Boric, donde episodios como la polémica por los indultos de 2023, que detonó una tormenta política y mediática, demostraron cómo una gestión comunicacional insuficiente puede escalar una crisis y condicionar la agenda durante meses.
Este fenómeno no es solo un problema de imagen: es parte de la crisis global de la democracia. Las tecnologías exponenciales han multiplicado la velocidad, el alcance y la emocionalidad de la conversación pública, dejando a los gobiernos expuestos a “tormentas perfectas” que combinan información, desinformación y estados de ánimo colectivos. En ese escenario, la fortaleza comunicacional de un presidente no es un accesorio, es un factor de estabilidad institucional.
Lo que viene no será más fácil. La inteligencia artificial generativa, las plataformas cada vez más segmentadas y las audiencias con umbrales de atención más bajos harán que las crisis sean cada vez más frecuentes y extremadamente difíciles de controlar. No se trata de marketing político, sino de estrategia: anticipar escenarios, modular mensajes, decidir cuándo y cómo responder, y, sobre todo, mantener el foco en el proyecto de país sin quedar atrapado en la lógica reactiva del día a día.
En este contexto, un manejo comunicacional sólido es un indicador de gobernabilidad. Un presidente o presidenta que no sabe comunicar con eficacia y resiliencia tendrá menos capacidad de implementar su agenda, porque el ruido lo arrastrará una y otra vez a defensas improvisadas. Gobernar ya no es solo diseñar políticas públicas: es también saber protegerlas y explicarlas en tiempo real, con transparencia y responsabilidad.
Tal vez ha llegado la hora de que, junto a los debates sobre economía, seguridad y educación, también preguntemos: ¿Cómo enfrenta este candidato una crisis viral? ¿Sabe comunicar sin incendiar? ¿Tiene un relato capaz de resistir embates, contener el ruido y mantener el timón firme para gobernar más y reaccionar menos?
Hoy, un error comunicacional puede tumbar una agenda. Mañana, puede tumbar un gobierno. Y si la torpeza persiste, también la democracia.