En el mundo de los tribunales siempre existieron dos Hermosillas: el bueno y el malo. El malo, se decía, era Luis. El mayor. El que se había pasado de la izquierda a la derecha sin rubor, el que hacía lobby desembozado en ministerios, el que ganaba casos en los diarios y en los pasillos, pero rara vez en los tribunales. El bueno era Juan Pablo. El que nunca abandonó del todo la centroizquierda, el que mantuvo la compostura, el que se propuso luchar contra los abusos del poder masculino: primero en el clero, después en la farándula.
Por un tiempo la diferencia funcionó. Luis era el villano de caricatura; Juan Pablo, el héroe incómodo pero necesario. Sin embargo, la realidad se encargó de difuminar esa frontera. A la luz de los resultados de su lucha ya no es tan fácil saber cuál es el bueno y cuál el malo. Luis está acusado de crímenes gravísimos que involucran la estructura misma del poder judicial, pero nunca escondió quién era ni qué quería. Juan Pablo, en cambio, como todos los que se creen buenos, ha demostrado una facultad notable para arruinar vidas y reputaciones, desviando la atención de las miserias variadas de los casos que defiende.
Todo eso sin un gesto de contrición, sin la simpatía del hermano, sin nada más que la perfecta soberbia del que cree que nunca estará al otro lado, el que se cree, sepa uno por qué, perfectamente inimputable.
Pensar que las denuncias de la Fundación Para la Confianza —que tan mal lleva su nombre— siempre obedecen a criterios jurídicos sólidos es un acto de fe. Y pensar que son solo una pantalla para desviar la atención de los otros casos que Juan Pablo Hermosilla va perdiendo es otro acto de piedad. La verdad es que la mezcla de justicia con espectáculo es demasiado enviciante en sí para que se le busque más excusas que el propio placer de ver caer otras cabezas que las tuyas. Así, con la impunidad perfecta que te da haber sido alguna vez víctima, la fundación opera como un tribunal paralelo en redes sociales, donde el fallo se dicta antes de la investigación, y donde todos somos culpables incluso cuando se prueba lo contrario. Nada de reparación, nada de justicia, sino un espectáculo morboso: conejos desollados, infidelidades de hace décadas, un poco de sexo y mucho dolor empaquetado en titulares para que todos podamos vivir la miseria de los famosos y así olvidar un poco la nuestra.
No niego que en algunos casos la fundación cumple su papel ni que ha existido la necesidad de abrir espacios donde antes hubo puro silencio. Algunas de la políticas que defendieron son útiles y necesarios. Algunos casos, empezando por el caso Karadima, fueron esenciales a la hora de permitir que cayeran las máscaras. Pero la reiterativa tentación de transformar la denuncia en performance ha terminado dañando tanto a víctimas como a acusados. El abuso sexual —su reiterada presencia en la vida de millones de chilenos, el temor, el horror y el pudor que despierta— es el terreno fértil para que el abogado que quiere ser bueno, o al menos famoso por serlo, pueda operar con total impunidad. Nos guste o no, hay en todos nosotros un voyeurista que, horrorizado por el abuso, quiere siempre saber cómo se hizo, en qué cama, en qué día. Alguien que necesita tener opinión tajante sobre escenas y vidas que desconoce perfectamente.
Así, da igual que haya pruebas o no, si caso esta prescrito es vigente, que haya manera de probar los hechos o que sea solo relatos parciales: lo que se tiene es un altar listo, con fuego y cuchillo sacrificial, para entregar en holocausto la cabeza de un actor, de un cura, de un presentador de televisión. Un poco de miseria a la hora del té, unas horas de farándula en prime time, una carrera, varias vidas, destruidas.
Mientras tanto, en tribunales, Juan Pablo Hermosilla vuelve una y otra vez a perder causas que sabía sin posibilidades. Él no pierde nunca, claro: lo hacen todos los demás. La denunciante, el denunciado, la verdad, la justicia, las otras denuncias, las que temerosos de ese circo inútil lo pensarán dos veces antes de denunciar. La reputación del abogado sigue intacta, su rostro de inquisidor perpetuamente preocupado no se altera, y su costumbre de increpar jueces y amedrentar fiscales le permite seguir representando el papel del abogado que nunca duda ni se equivoca.
Al final, Juan Pablo Hermosilla es un abogado defensor que defiende antes que todo y sobre todas las cosas a sí mismo, y últimamente a su hermano. Grandilocuente siempre, acusa de declive total al sistema político y al judicial cada vez que no se le da la razón. Se presenta siempre a punto de ser crucificado, pero dispuesto a flagelar a cualquiera con tal de preservar de cualquier sombra la imagen impecable que ha construido de sí mismo.