Anoche vimos algo tan esperado como inevitable: los ocho candidatos en un mismo foro, cara a cara, bajo las luces de la televisión y los ojos críticos de Chile. Y aunque cada uno ha cultivado sus propias redes, seguidores y fieles, el debate los obligó a salir del nicho y medirse en igualdad de condiciones frente a una audiencia amplia, transversal y no cautiva. Fue, por tanto, la primera prueba masiva de cómo se sostienen —o se diluyen— sus discursos más allá de sus comunidades naturales.
El formato importó. El debate permitió que cada candidato tuviera instancias directas de interpelación: hablar, responder, acusar, defender. Pero también mostró la tensión permanente entre lo discursivo y lo visual. Algunos recurrieron a la emoción, otros al dato, otros a la confrontación directa. Y como ya es regla en este ecosistema híbrido de televisión y redes sociales, cada minuto debía pensarse también como un clip potencialmente viralizable.
En esa lógica, el contraste fue claro: hubo quienes apostaron por definiciones tajantes en seguridad, migración u orden, buscando proyectar certezas; y quienes prefirieron discursos más amplios, apelando a la unidad y al diálogo. La ambigüedad entrega margen, pero en un electorado que exige respuestas concretas, puede interpretarse como debilidad.
El debate también confirmó que las frases rimbombantes siguen siendo las que más pesan en este tipo de instancias. Y no es casual: a estas alturas de la campaña, las propuestas aparecen más como titulares o anuncios que como políticas detalladas, lo que limita el espacio para una deliberación de fondo. Con ocho candidatos en escena, es esperable que prime el golpe de efecto, la frase corta que logre instalarse en la agenda.
Aun así, hay que destacar el trabajo periodístico que permitió un debate ordenado y con espacio para todos. Lo que viene es distinto: cuando el número de participantes se reduzca tras la primera vuelta, será posible evaluar las propuestas en su mérito y no sólo en su envoltorio comunicacional. Ahí, recién, el contenido tendrá oportunidad de superar al eslogan.
En paralelo, el rol de las redes sociales ya es evidente: lo que se dijo fue importante, pero lo que se mostró —la frase lapidaria, la acusación directa, la reacción gestual— terminará teniendo más alcance que el debate completo. El riesgo es claro: la ciudadanía no necesariamente procesará ideas complejas, sino fragmentos amplificados, a veces con apoyo artificial.
Los ganadores y perdedores de la noche no se miden sólo por quién se vio mejor o quién tuvo el mejor argumento, sino por quién logró instalar confianza, por quién conectó con los indecisos. Para algunos, lo que no dijeron pesará tanto como lo que sí se atrevieron a exponer. Y aunque los efectos concretos recién aparecerán en encuestas y editoriales de fin de semana, es evidente que el primer round ya definió estilos, tonos y marcos narrativos.
El primer debate presidencial fue clave no sólo por lo que cada candidato dijo, sino porque los sacó de la comodidad de sus propias comunidades digitales y los enfrentó a una audiencia diversa y crítica. Como todo primer capítulo, dejó más titulares que certezas. Pero también dejó instalada la expectativa de que, en la medida que avance la campaña, los debates dejen de ser un catálogo de frases y pasen a ser una verdadera conversación sobre el futuro de Chile.