Francisco Vidal es historiador. Ejerció la docencia en varias universidades. Esa es su profesión formal, pero en rigor tiene otra por vocación: hombre-orquesta. Su currículum parece una enciclopedia de cargos públicos: subsecretario aquí, ministro allá, presidente de empresas públicas más allá. Experto en descentralización y políticas públicas locales. Luego, eminencia en la seguridad interior del país, después en Defensa Nacional, geopolítica y estrategias militares. También, erudito en finanzas, economía y bancos, master class en medios de comunicación, panelista de matinales, columnista, hombre de radio y autoridad universitaria.
Sabemos que en Chile nos especializamos en la figura del “experto universal”: ese que puede pasar de ministro de Energía a director de Correos sin despeinarse. Pero Vidal se lleva la corona. Es como si su título universitario viniera con un sello especial: “Apto para todo servicio público”. Mientras el ciudadano común se revienta la cabeza armando un currículum que encaje en un solo trabajo, Vidal encaja en todos.
Siempre cae y sale parado. No importa que lo haga pésimo, no importa que, como en el caso de TVN, bajo su gestión se acumulen y acumulen déficits millonarios.
Y lo más admirable es la naturalidad con que se mueve en cada escenario. Ministro de Defensa un día, comentarista televisivo al otro, timonel de una empresa pública al siguiente. ¿Quién necesita estudios en administración, finanzas, logística o derecho si basta con haber memorizado fechas de la historia de Chile y aprendido a hablar con convicción? Es la magia de Vidal: donde lo pongan, parece funcionar, o, en realidad, sabe sobrevivir.
Aquí es donde la ironía se vuelve inevitable. Porque si en el país hubiera coherencia, ya deberíamos pensar seriamente en postularlo a un Premio Nobel. No importa cuál: el de Economía, el de Física o el de Medicina, porque al ritmo que va, lo único que le falta es explicarnos la teoría de cuerdas o inventar la vacuna contra la próxima pandemia. Y, siendo justos, probablemente se las arreglaría para salir en la foto sin mayores pudores.
Lo curioso es que esta elasticidad infinita no se traduce en resultados memorables. ¿Alguien podría señalar un gran legado de Vidal en Defensa? ¿Un cambio estructural en Interior? ¿Una gestión revolucionaria en las empresas públicas que encabezó? Difícil. Lo suyo no ha sido dejar huellas, sino estar siempre presente, siempre disponible.
Y vaya que lo ha estado. Su talento es justamente ese: la ubicuidad. Es como el invitado que nunca falta a la fiesta, el que llega con la misma historia de siempre, pero al que igual le guardan una silla. En la política chilena, donde la renovación es un espejismo, Vidal es la garantía de continuidad. La demostración viviente de que aquí no se necesitan nuevos liderazgos mientras existan los viejos conocidos.
En un país serio, la trayectoria de Vidal sería objeto de un análisis crítico sobre cómo el poder se recicla entre un pequeño grupo. Pero en Chile preferimos la broma y la resignación. Así que mejor nos quedamos con la idea de que Vidal es, en realidad, un genio incomprendido: un Da Vinci de la política criolla, un sabio que casi al mismo tiempo e igual destreza puede ordenar tropas y revisar balances, dirigir ministerios o comentar encuestas en horario prime.
Un genio incomprendido.