Hubo alguna vez en que los debates presidenciales eran esperados con gran expectativa. Se veían los candidatos contestando preguntas de periodistas o, incluso, de gente común y corriente, escogida para plantear interrogantes a los potenciales nuevos gobernantes.
Eso quedó en el pasado.
Los debates actuales reflejan muy rápido una intensa preparación previa, que elimina respuestas espontáneas, revelando una sensación de obra de teatro, pródiga en ensayos previos sobre cómo sacar de su centro a los otros candidatos, qué teclas tocar si tal tema salta, qué chiste contar que altere a algún rival escogido como blanco.
La espontaneidad de la respuesta se perdió hace tiempo. La preparación manda. A este le digo esto; a esta otra la altero con este chiste. Lo que hace que de política y potencial gobernabilidad se vea muy poco.
De alguna manera la escenografía de un debate televisivo hoy premia el alfilerazo preparado; la cita histórica aprendida y ensayada pocos días antes; la búsqueda de un ingenio verbal que saque risas del público, o busque humillar y alterar al adversario.
La típica pregunta del día siguiente: “oye, ¿y quién crees que ganó en el debate?”, prácticamente no tiene sentido hoy. Al día siguiente la información periodística es anecdótica: el “ninguneo” de éste contra ella; la competencia de quién pone más tropas y armas para liquidar la inmigración ilegal; de economía, reseñas de procedimientos que giran en torno a debilitar la institucionalidad, a ver quién recorta más y peor el presupuesto nacional, que en esta época de elecciones siempre pareciera estar sobregirado y no servir para nada.
Quizás habría que hacer algunos cambios en las características de quienes interrogan a los candidatos. Por ejemplo, buscar ampliar la base de conocimiento específico de los moderadores. Que incluyan a ex rectores y decanos universitarios y a jueces retirados, que expandan el horizonte de las preguntas básicas, hacia otras que garanticen que los candidatos tocarán los temas de seguridad, inmigración y educación nacional, no sólo desde lo básico, sino también desde preguntas de expertos en la materia, que fuercen a los candidatos a ir más allá de las típicas promesas de fuerza, abordándose también los factores que generan el daño y cómo la institucionalidad democrática puede tener cabida en discusiones que afectan a la ciudadanía.
Por último, la esencia de un debate descansa en cómo cada candidato se desmarca del resto, para colocar su individualidad como superior a la de sus adversarios. A pesar de señalar que van a gobernar para todos los chilenos, esa idea no se materializa durante la elección, donde prima “el yo versus todos ustedes”. Y las cicatrices de debates ásperos pueden cancelar relaciones necesarias en el futuro cercano.
El debate es una buena herramienta política. Lo que la puede convertir en un lastre es ensayarlo para despreciar o humillar al resto, creyendo que -si los otros vacilan- el que queda erguido tiene la delantera. Como se vio en el primer debate en EEUU, en 1960, entre John Kennedy y Richard Nixon, la posterior victoria de Kennedy se atribuyó a su prestancia, carácter y carita limpia. Mientras Nixon, que necesitaba afeitarse dos veces al día, se vio en la televisión en blanco y negro como desgarbado y mal cuidado. Quizás se exageraron las causas, pero a partir de ese debate la presencia e imagen adquirieron niveles de vital para ganar un debate. Esperemos que el contenido de cada candidato sea muy superior a su imagen. Que ese contenido -más que sus características superficiales- convenza a la mayoría de los chilenos a tener confianza en el futuro de Chile.