Secciones
Opinión

Artés y la izquierda agazapada

La performance de Artés debe ser vista como una señal de que esas ideas radicales probablemente no desaparecieron, sólo se replegaron. Siguen ahí, agazapadas, a la espera de una nueva oportunidad para volver a levantarse con la misma vehemencia con que antes aplaudían evasiones, encapuchados, banderas chilenas negras o abucheos al himno nacional.

Eduardo Artés suele ser visto como ese personaje tan común en muchas familias: el tío desatinado, que en los almuerzos de fin de semana lanza comentarios fuera de lugar, con ideas pasadas de moda, con frases que provocan incomodidad y, al mismo tiempo, resignación. Ante sus exabruptos solemos decir o pensar “bueno, el tío es así”, como si fuera un ritual inevitable, entre la risa nerviosa y la indiferencia.

Su última “chambonada” fue hace pocos días. Amenazó que en un eventual mandato de José Antonio Kast no lo dejarían gobernar y que lo sacarían a la fuerza del cargo. Grave, pero da la sensación de que como se trata de Artés, no hay que tomárselo en serio, igual como a ese tío desubicado del asado.

El problema es que la política no es un almuerzo familiar. Una elección presidencial no es un espacio de sobremesa donde los excesos verbales se toleran con un café en la mano. Y Artés, aunque sea un candidato sin ninguna opción real de llegar a La Moneda, expone un trasfondo que no debiera ser ignorado. Porque sus “locuras”, esas mismas que hoy muchos descartan con un gesto de superioridad, son casi calcadas de lo que hasta hace muy poco proclamaba con entusiasmo buena parte de la izquierda que hoy nos gobierna.

Basta repasar lo ocurrido desde octubre de 2019 hasta el plebiscito constitucional del 4 de septiembre de 2022. Durante esos años se instaló en Chile un clima de auténtica demencia política. Lo más llamativo es que no fue protagonizado por un outsider radical como Artés, sino por quienes en ese entonces emergían como los nuevos referentes de la política chilena: Gabriel Boric, varios de sus actuales ministros y los partidos que hoy conforman la coalición de gobierno. O si lo quiere ver de otra forma, los Artés abundaban por todas partes.

Ahí están las pruebas, a la vista de cualquiera. Ellos fueron quienes no dudaban en llamar “dictador” a Sebastián Piñera, en exigir su renuncia, en empujar su destitución y en imponer la idea de que gobernar sin mayoría en la calle era ilegítimo. Ellos alentaban a “rodear” tanto La Moneda primero como luego la Convención Constituyente, en una peligrosa mezcla de agitación y presión extrainstitucional. Ellos miraban complacidos el espectáculo del “el que baila pasa”, avalaban evasiones masivas en el Metro, inventaban centros de tortura para atizar aún más la fogata, gritoneaban a carabineros, exigían su refundación, celebraban la violencia de la denominada “Primera Línea”, con homenajes vergonzosos en el propio Congreso, justificaban barricadas, validaban funas y amenazas contra constituyentes de centroderecha o todo aquel que se atreviera a pensar distinto.

No eran los marginales que hoy orbitan en torno a Artés. Eran quienes hoy nos gobiernan. Eran los que impulsaban la plurinacionalidad extrema, la eliminación del Senado, sistemas de justicia paralelos, la idea de “Wallmapu” como nación autónoma y hasta calificaban a Temucuicui como “territorio liberado”. Eran los que celebraban la inmigración sin reglas, bajo el lema “nadie es ilegal”, y se oponían al desalojo de tomas que atentaban contra la propiedad privada y el orden social.

Ese catálogo de radicalidades no desapareció. Simplemente fue guardado en un cajón, porque la dirección del viento cambió y la ciudadanía puso un límite. El 4 de septiembre de 2022 marcó un rechazo contundente, una frontera política y cultural. Pero nada asegura que esos mismos sectores no desempolven esas banderas apenas perciban un nuevo cambio de clima. Hoy incluso reniegan de Fidel, Cuba y Venezuela, como si jamás hubieran levantado su ejemplo. Mañana, si las circunstancias se alteran, volverán a aplaudirlos con fervor.

En este escenario, Eduardo Artés resulta incómodamente útil. Porque su franqueza brutal nos recuerda que lo que él dice con desparpajo es lo mismo que buena parte de la izquierda decía hace no más de tres años, hace demasiado poco tiempo. La diferencia es que mientras Artés se atreve a decirlo, sus antiguos y circunstanciales compañeros de ruta optaron por callar, esperando que el viento vuelva a soplar a su favor.

Por eso, minimizar a Artés como el “tío loquito” de la política sería un error. No porque tenga alguna chance de llegar a ser Presidente, sino porque su discurso es el espejo crudo de las pulsiones que laten bajo la superficie de un sector no menor de la izquierda chilena. Desatenderlo sería como ignorar los síntomas de una enfermedad conocida.

La performance de Artés debe ser vista como una señal de que esas ideas radicales probablemente no desaparecieron, sólo se replegaron. Siguen ahí, agazapadas, a la espera de una nueva oportunidad para volver a levantarse con la misma vehemencia con que antes aplaudían evasiones, encapuchados, banderas chilenas negras o abucheos al himno nacional.

La política chilena no puede darse el lujo de olvidar. Y la ciudadanía tampoco puede permitirse el engaño de creer que lo dicho y hecho entre 2019 y 2022 fue un simple exceso pasajero. Si algo nos enseña Artés, en su caricaturesca frontalidad, es que lo verdaderamente peligroso no es lo que él proclama, sino lo que muchos otros seguramente aún piensan en silencio.

Notas relacionadas








Vuélveme a querer

Vuélveme a querer

El extraño caso de Cristian Castro es, finalmente, el de un artista que perdió el centro, vagó por los bordes y regresó sin pedir permiso. No volvió a través de un hit nuevo ni de una estrategia de marketing: lo hizo mediante algo más simple y más raro -una autenticidad torpe, luminosa e irresistible, respaldada por una carrera que, vista desde hoy, nunca dejó de importar.

Foto del Columnista Mauricio Jürgensen Mauricio Jürgensen