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Michelle Bachelet: el poder del ninguneo

La clave que impulsa a la presidenta Bachelet a alcanzar espacios de relevancia siempre creciente parece estar en el ninguneo que ha acompañado toda su vida política. El famoso “femicidio político” que denunció al inicio de su primer mandato resume bien esa sensación.

El ex presidente Sebastián Piñera no le importaba la plata. Eso dicen de manera confluyente sus amigos, conocidos y familiares. Había dedicado buena parte de su vida a acumularlo y era capaz de hazañas y locuras increíbles para conseguir más, pero los millones apenas modificaban sus costumbres ni su modo de ver el mundo. No comía mejor ni peor, no vestía ropa distinta con mil millones en el banco o con un par de millones. Algo similar puede decirse de Michelle Bachelet y su relación con el poder. Ha alcanzado los cargos más altos a los que puede aspirar un chileno y podría ocupar otros aún mayores en organismos multilaterales. Sin embargo, podría ella jurar —sin mentir demasiado— que el poder nunca la sedujo. Ni los honores, ni los aviones, ni los cargos cambiaron su manera modesta de vivir: cocina para sus invitados, suele preferir a sus amigos de siempre antes que a dignatarios o eminencias, ya sea en su casa de La Reina o en Roosevelt Island, Nueva York.

El poder no solo no ha incidido en sus elecciones prácticas ni en su modo de vivir, sino que le ha cobrado costos familiares, afectivos y humanos considerables. Ella misma ha reconocido lo difícil que resulta encontrar una pareja dispuesta a aceptar el papel de sombra frente a un personaje de esta envergadura. Sus relaciones familiares y amistosas se han visto más de una vez atravesadas por la sospecha, el escándalo, la malevolencia y el franco sabotaje. En varias ocasiones, ante esas tempestades que golpean el centro mismo de sus huesos, la presidenta ha anunciado su retiro; sin embargo, en lugar de irse a descansar al campo o la playa, una y otra vez ha postulado a cargos más altos, más lejanos, más improbables, que —contra cualquier expectativa realista— ha terminado por alcanzar.

¿Será que esta mujer que dice no amar el poder, en el fondo lo ama? ¿O será el poder el que la ama a ella? Que el poder, caprichoso como es, haya elegido a esta pediatra chilena sin grandes proclamas ideológicas ni proyectos intelectuales de largo aliento, pero con buenas intenciones, intuiciones certeras y un carácter recio y voluntarioso como pocos, por sobre tantos otros preparados desde que nacieron para llevarse la corona y los premios.

¿Será que hoy el poder ama a quienes no lo aman? ¿Será que estamos dispuestos a aceptar que nos gobierne solo quien no nació —como Lagos o De Gaulle— para mandar? ¿Será que el poder es también una profesión como cualquier otra y que, una vez aprendida, resulta casi imposible dedicarse a otra cosa?
En Michelle Bachelet habita a la hora de explicarse sus candidaturas, el padre aviador asesinado mientras cumplía su misión. El sentido del deber militar, el altruismo franc masón, la idea de que la razón lo puede todo contra el fanatismo. Está también la madre torturada por una dictadura que quebró para siempre el proyecto que llenó su juventud. Están los ideales generosos de su juventud, los pobres, los desesperados y los desplazados a los que defiende desde las ideas, pero también desde la experiencia propia de haber vivido algunos de esos desarraigos, de esos dolores, de ese desconcierto. Está la experiencia inconclusa de la Unidad Popular y la ética de la responsabilidad aprendida en los años de la Concertación. Sumado todo a la disciplina férrea aprendida tanto en la Alemania democrática de los setentas y las academias de estrategia militar de Washington en los 90. Hija de la guerra fría y soldado de ambos bandos en dos etapas distinta de su vida pero por eso mismo volcada a la paz.

Pero nada de eso explica, por sí solo, su permanencia en la primera línea del poder mundial durante más de veinte años. Ser presidenta una vez puede entenderse como un ajuste de cuentas con la historia personal y política de una juventud socialista que perdió a casi todos sus dirigentes bajo la represión. Pero ¿la segunda presidencia? ¿Y ONU mujer? ¿Y la relatoría de derechos humanos? ¿Y la postulación a secretaria general de la ONU? ¿Qué la explica?

Recién designada ministra de Salud, el presidente Lagos la desafió a terminar con las filas en 60 días. En ese desafío había algo de desprecio, un punto de displicencia. Varios nombres posibles para reemplazar a esa médica aún poco conocida rondaban la cabeza del mandatario, la ministra Bachelet no podía ignorarlo. Sin embargo, se esforzó. Hizo todo lo que pudo, aunque no cumplió la meta. Para sorpresa de todos, aquel aparente fracaso fue recibido por la ciudadanía con una súbita simpatía que la acompaña hasta hoy. El macho alfa, el presidente por antonomasia, el señor que todo lo sabe, la había puesto a prueba; y la desafiada terminó encarnando a todos los débiles, los olvidados, los ninguneados del poder que no cumples sus metas, pero lo intentan igual.

La clave que impulsa a la presidenta Bachelet a alcanzar espacios de relevancia siempre creciente parece estar en el ninguneo que ha acompañado toda su vida política. El famoso “femicidio político” que denunció al inicio de su primer mandato resume bien esa sensación: los viejos machos, feos y prepotentes que no quieren dejarla pasar, que paradójicamente le abren el camino al subestimarla. Así ha logrado avanzar hasta lugares donde ni siquiera ellos se atreven a llegar. Siempre inesperada, siempre sorprendida de ser elegida —aunque haga todos los esfuerzos visibles e invisibles para lograrlo—. Siempre como quien no quiere la cosa, pero queriéndola intensamente, quizá porque demasiadas veces le dijeron que no lo lograría, que no era para ella, que mejor se dedicara a vigilar la fiebre de los niños y a cuidar su casa.

Contra ese destino asignado se ha rebelado Michelle Bachelet primero en Chile y luego en Nueva York. Sus logros han sido en ambos lugares parciales, relativos, indudablemente bien intencionados, pero de eficacia y eficiencia más que discutibles. Sin embargo, a la hora de reelegirla o de postularla a cargos cada vez más altos, esos éxitos parciales y fracasos reiterados, pesan poco. La imagen de aquella ministra desafiada que hace su mejor esfuerzo —y que justamente por ese esfuerzo solitario y poco valorado se gana el afecto de la gente— sobrevuela todas sus reencarnaciones públicas. Consciente de un deber y de un destino que no se parece al de nadie, se presenta ahora como candidata a secretaria general de las Naciones Unidas, quizá porque, como nunca antes, el macho despreciador que nada entiende ni de personas ni de mundos —Donald Trump— aparecería como su contraparte evidente. De ese choque ella sabe salir airosa sin necesidad de ganar. Es una magia rara, pero innegable, que no conviene bajo ningún concepto mirar en menos.

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