En los últimos días se ha hecho pública una nueva situación de intoxicaciones producidas por la alta contaminación ambiental que afecta a los habitantes de las comunas de Quintero y Puchuncaví, una de las zonas de sacrificio más conocidas en el país.
En esta oportunidad, luego de que los vecinos reportaran sentir un fuerte olor a gas y cloro, comenzaron a llegar niñas, niños, jóvenes y funcionarios de diversos colegios y jardines infantiles locales a los establecimientos de salud, aquejados por fuertes dolores de cabeza, mareos, tos y vómitos, entre otros síntomas. En total, más de 100 personas han sido atendidas por los recintos asistenciales, en una emergencia sanitaria que se ha extendido por casi dos semanas, sin responsables concretos a la fecha.
Y aunque en esta oportunidad, el Ministerio de Medio Ambiente se demoró más de una semana en declarar la alerta ambiental, lo cierto es que sin la fiscalización pertinente o los recursos necesarios para que el Estado pueda hacer las inspecciones técnicas que estas zonas requieren -donde muchas veces operan más de 20 empresas altamente contaminantes en pocos metros cuadrados- resulta imposible poder garantizar los derechos fundamentales a la salud y un ambiente sano a las miles de personas que habitan en estas localidades.
Lamentablemente, lo que ocurre en Quintero-Puchuncaví no es una excepción: en Chile existen al menos otras cuatro zonas de sacrificio con condiciones similares (Tocopilla, Mejillones, Huasco y Coronel), las que no sólo se han declarado, en su mayoría, como zonas saturadas por MP10 (material particulado respirable grueso) y/o MP2,5 (material particulado respirable fino), sino que además en ellas han ocurrido vertimientos de materiales tóxicos (como hidrocarburos, amoniaco y ácido sulfúrico, entre otros) y se ha registrado la emisión de polvos de carbón, cenizas y metales pesados, entre tantos otros, que han contaminados los suelos y el borde costero, provocando una afección sanitaria de largo plazo para los habitantes de estas localidades e irreparables daños medioambientales en estos ecosistemas, damnificado gravemente a las especies que los habitan.
Los principales afectados de esta contaminación, según diversos reportes, son mujeres y niños, niñas y jóvenes. De hecho, diversos estudios realizados a los habitantes de estas comunas más expuestos han encontrado altas concentraciones de metales pesados (como níquel, arsénico o plomo) por sobre el límite de exposición recomendados, lo que hace a los habitantes de estas zonas propensos a enfermedades como el cáncer y desarrollo de tumores malignos, enfermedades respiratorias crónicas, enfermedades isquémicas del corazón o morir por accidentes cerebrovasculares, entre tantas otras afecciones.
Y es que aún con toda la evidencia que existe en torno a las afecciones que sufren los habitantes de estas (y otras) zonas altamente saturadas, los esfuerzos no avanzan a la altura del desafío. De hecho, la promesa de lograr una matriz cero emisiones a 2050 y conseguir el cierre de todas las termoeléctricas en el país a 2035 sólo perpetúa innecesariamente el sacrificio por, al menos, un decenio más, sin garantías reales de reparación a estos miles de chilenos.
Hace unas semanas, en el marco de la 10º Semana de la Energía OLADE, el ex ministro de Energía, Diego Pardow, presentó su Plan de Descarbonización para la industria energética, documento que a través de 28 medidas busca que se materialicen “las condiciones necesarias para alcanzar un sistema eléctrico que prescinda del carbón, resiliente y que opere de manera eficiente”. Sin embargo, resulta aberrante que estas medidas sólo consideren los incentivos necesarios para el desarrollo de matrices más limpias y eludan por completo la necesidad imperiosa de mayor fiscalización a estas industrias y, aún más grave, las medidas de reparación y recuperación ambiental y social que estos territorios necesitan con urgencia, lo que va en contra no sólo de los planes de transición socioecológica justa que el Ejecutivo ha comprometido, sino también de las propia NDC presentada por Chile hace sólo algunas semanas.
También es una aberración que luego de diversos episodios de intoxicaciones masivas (que han afectado, igual que en esta oportunidad, mayoritariamente a infantes), como los ocurridos en 2018, 2022 y 2023 en Quintero-Puchuncaví, aún se desconozca el origen concreto de estas emisiones y no se hayan determinado siquiera responsabilidades; esto no sólo nos habla del nivel de impunidad con el que operan las industrias más contaminantes, sino también (y lo que es aún peor) del abandono por completo del Estado a estas poblaciones.
Es de esperar que esta nueva emergencia nos obligue a tomar las medidas necesarias para garantizar que todos los habitantes del país sean tratados de la misma manera y se les garanticen los mismos derechos. Para ello urge acelerar el cierre de las termoeléctricas, pero también asegurar que éste se haga de forma responsable, disponiendo de manera correcta de los residuos y contaminantes que siguen estando presentes a lo largo de las zonas de sacrificio del país. Pero también, es apremiante comprometer a las empresas contaminantes y a los diversos organismos del Estado competentes en el desarrollo de mecanismos y medidas de reparación, tanto ambiental como social.
Seguir soportando que nuestro país tenga ciudadanos de primera y segunda categoría es una realidad que ya no se puede sostener. Basta ya de mirar al costado; es hora de que estas comunidades sean escuchadas y se considere realmente sus necesidades.