Hay algo brutalmente tentador en las películas sobre músicos: condensar una vida de excesos, genialidad o tragedia en dos horas de relato audiovisual. Pero también hay algo profundamente traicionero en ese intento. Porque el biopic musical vive siempre entre dos fuegos: el de la fidelidad artística y el de la necesidad comercial. Y en ese campo minado, más de una historia termina convertida en una caricatura de sí misma.
El reciente estreno de Deliver Me From Nowhere, la película sobre Bruce Springsteen, es un ejemplo elocuente de ese dilema. Jeremy Allen White hace un trabajo admirable encarnando a un “Boss” vulnerable y contenido, pero la cinta elige el camino de la pulcritud emocional. Opta por suavizar los bordes de un periodo oscuro, uno en que el cantante norteamericano luchaba con su propia sombra. Todo está correctamente narrado, bien iluminado, impecable. Pero también demasiado higienizado. La furia, la culpa, el ruido interior que alimentaron su arte, parecen haber sido pasados por el filtro del cine de matiné.
Es el riesgo de transformar la vida en mercancía. El desafío de convertir un alma turbulenta en un producto que pueda caber en la confortable multisala de cadena. En el fondo, es la vieja tensión entre el arte y la industria, solo que aquí el protagonista no es un músico, sino la idea misma de la autenticidad.
Esa tensión no es nueva. Clint Eastwood la resolvió hace décadas con Bird, su áspera y sombría biografía de Charlie Parker. Allí no hay glamour ni redención, sino una espiral de autodestrucción que suena tan verdadera como brutal. Lo mismo ocurre con Walk the Line, donde Joaquin Phoenix logró que Johnny Cash pareciera tan humano como mítico. En cambio, películas como Bohemian Rhapsody, Nina, Stardust, Rocketman, o la misma Ray, con Jamie Foxx, prefirieron el brillo del espectáculo o la vulgar imitación antes que el temblor del alma. Funcionaron en taquilla, pero se quedaron a medio camino entre el tributo y el videoclip.
Y luego están las obras que se atrevieron a desobedecer el molde. I’m Not There, el retrato coral de Bob Dylan, o Control, la visión seca de Anton Corbijn sobre Ian Curtis. Biografías que renuncian al formato clásico para capturar algo más verdadero: la sensación de estar frente a un artista en su propio laberinto. Tal vez ese sea el punto. No se trata de decidir si un biopic debe ser fiel o rentable, sino de entender que el alma de un músico no cabe del todo en una pantalla grande. Y que cuando intentamos embotellarla, lo que conseguimos es apenas un eco. A veces brillante, a veces honesto, a veces apenas decorativo. Pero un eco al fin y al cabo.
Deliver Me From Nowhere no merece reproches. Es correcta, elegante, hasta emotiva. Pero también confirma que el biopic musical es un género imposible: un espejo empañado donde cada intento de reflejar la verdad termina dejando más preguntas que respuestas.