Cuando se muere un ser querido, uno retrocede a los recuerdos que lo atan a él. Y Héctor Noguera —parte esencial de la memoria emotiva de Chile— era, sin duda, un ser querido. Lo era incluso para quienes apenas lo conocimos. Lo era porque su presencia, su voz, su modo de mirar y moverse formaban parte de una época más inteligente, más decente, más feliz.
Yo lo conocí poco, pero lo suficiente para confirmar cada una de las alabanzas que estos días se han dicho de él. Viajamos juntos a Berlín para una serie de homenajes a Bertolt Brecht. Fue uno de esos regalos que le debo a Antonio Skármeta, experto en reunir a los que sabía querer y elegir. Alojamos en uno de esos hoteles de mil piezas y pasillos infinitos de la ex RDA. Noguera representaba muchas cosas que yo solía mirar con desconfianza: la Universidad Católica, el teatro serio, la solemnidad escénica. Pero bastó un minuto de conversación para que todo eso se desmoronara. Su sencillez era radical. No fingida, no resignada: una forma de inteligencia.
Era un verdadero candor, como si nunca hubiese salido del colegio San Ignacio donde estudió. Como si nunca hubiese pasado de la infancia o la pubertad temprana. Como si no supiera hablar mal de nadie ni pensar mal de nadie. Como si el teatro —su teatro, el Teatro Camino— ocupara la totalidad de sus pasiones. Distraído, un poco perdido, era la encarnación viva de la “edad del pavo”, aunque debía tener para entonces unos buenos setenta años. Completamente sorprendido de casi todo, recordó recién en Berlín que había estado ahí antes, con el Berliner Ensemble. Y empezó a rememorar pasajes de su vida pasada como si le hubiesen sucedido a otro.
Esa noche, en la televisión de mi habitación, dieron Estado de Sitio de Costa-Gavras. Él actuaba, jovencísimo, como líder tupamaro. Al día siguiente le pregunté por la película y su actuación, y volví a disfrutar de su desconcierto ante su propia carrera. Parecía sinceramente sorprendido de haber vivido tanto, como si todo hubiera empezado justo ayer.
En ese viaje Héctor conoció al director inglés Michael Radford —ya célebre por Il Postino—, que se sintió inmediatamente seducido por el mismo candor y entusiasmo que a todos nos desarmaba. De esa coincidencia improbable nació una amistad y, tiempo después, una adaptación teatral en Chile de Novecento, de Alessandro Baricco, dirigida por el propio Radford. Noguera se lanzó a ella con la misma mezcla de inocencia y rigor que lo definía: un actor que jamás confundió la técnica con la emoción, ni la experiencia con el cinismo.
Incapaz de hablar mal de nadie, incapaz de imponerse sobre nadie, incapaz de hacer ni la más mínima trampa, no deja de ser una ironía —una de esas bellas ironías que entrega el arte— que la mayor parte de quienes lo recuerdan con amor lo hagan por un personaje, Federico Valdivieso, que era justo lo contrario del actor que lo encarnaba. Mentiroso, abusivo, mujeriego, lo único que compartía con Héctor Noguera era la estampa imponente y la clase social.
Federico Valdivieso, alcalde de Sucupira, un pueblo que se parecía y no se parecía nada a Zapallar, era la encarnación del abuso, el clasismo, el desprecio y el absurdo. Escribir sus diálogos —cosa que me tocó hacer en una comedia que siguió a la telenovela— era delicioso, porque nada en su boca resultaba inverosímil. He hablado estos días con varias personas que trabajaron en esa ficción y todas coinciden en que fueron años extraordinariamente felices. Es lo que transmiten, al menos, las imágenes de archivo de esta y otras teleseries de TVN de fines de los noventa y comienzos de los dos mil: mucho color, mucho Brasil, muchas caras nuevas y antiguas, muchos talentos venidos del teatro de vanguardia o del teatro académico, jugando con una libertad que parecía infinita, felices de viajar por Chile y su historia.
Porque esos años eran otros. Hoy sería impensable que un personaje como Federico Valdivieso resultara simpático, que sus abusos nos hicieran reír, que lo insultaran como lo insultaban sin que nadie levantara un comunicado. Chile cambió, y quizás para bien en muchos sentidos, pero perdimos algo en el camino: cierta capacidad de reírnos de nuestras miserias sin convertirnos en ellas, de hacer entrañable lo detestable sin justificarlo. Lo que recordamos con nostalgia no es solo a Héctor Noguera, sino esa época más liviana, más permisiva, más inocente —o más inconsciente— donde todavía cabía la caricatura sin el tribunal, la risa sin la cancelación.
Héctor Noguera fue mucho más que el alcalde de Sucupira, pero solo él podía convertir en entrañable, en querible, a un personaje que representaba todas las iniquidades de las que Chile aún sufre y se conduele. En La vida en sueño o en Rey Lear supo caminar por ese delgado hilo que separa la lucidez de la locura, porque había algo loco en su inocencia. Pero en Sucupira nos hizo soñar un pueblo capaz de reír de sus desdichas y ver a sus alcaldes montar en elefantes.
Encarnó entonces al caballero sin espada que también era: ese gran señor del teatro que se mantuvo enjuto, delgado, desconcertado, recién venido y, al mismo tiempo, seguro como pocos de la vocación que había elegido, como quien elige un sacerdocio. Muchas veces interpretó justamente eso —un cura, y otras tantas un galán—, pero pocas veces he visto una vocación sacerdotal más clara y evidente en nadie. Claro que reemplazando a Dios por el teatro, que es, después de todo, lo que Dios ha elegido ser desde que dejó de ser el director y el autor de nuestro mundo.