En pocos días volveremos a elegir a quienes tendrán la tarea de legislar por los próximos cuatro años. Senadores y diputados que, en teoría, encarnan la deliberación democrática y la redacción de leyes que den respuestas reales a los desafíos del país. En teoría, porque en la práctica, buena parte de la ciudadanía mira al Congreso con una mezcla de escepticismo y desinterés. ¿Para qué votar, si “todos son iguales”? ¿Qué diferencia puede hacer un parlamentario más o menos? No obstante, la historia reciente ha demostrado que, en realidad, pueden hacer una gran diferencia.
Chile enfrenta tiempos de enorme complejidad: inseguridad, migración desbordada, envejecimiento de la población, crecimiento económico estancado, tensiones institucionales, entre otros. Frente a ellos necesitamos un Congreso que no solo “reaccione” a la coyuntura, sino que piense en el largo plazo. Que legisle con visión de Estado, no con cálculo electoral. Que entienda que detrás de cada proyecto de ley hay consecuencias económicas, jurídicas y sociales concretas. En suma, un Congreso que funcione como motor de soluciones, no como caja de resonancia de la crisis.
La legitimidad legislativa no se construye con discursos altisonantes ni con transmisiones en redes sociales. Se gana con el trabajo técnico, serio y sostenido; con la capacidad de generar acuerdos razonables sin renunciar a las propias convicciones; en el respeto por la institucionalidad y por las normas que rigen la convivencia democrática; y, sobre todo, con la calidad de las personas que lo integran.
No puede haber un Congreso sólido con parlamentarios improvisados, ni representación legítima con campañas basadas en consignas vacías o promesas imposibles. Y como la improvisación ha campeado en los últimos años, no debiera sorprendernos que algunas leyes acaben causando más problemas de los que buscan resolver. Las normas mal hechas no son accidentes: reflejan procesos que priorizan la urgencia sobre la reflexión y decisiones poco informadas, tanto en el Congreso como en las urnas.
El desafío, entonces, no es solo del Congreso. Es también de los votantes. Ejercer el derecho a voto no es un trámite, es un acto de responsabilidad. Votar informadamente —conscientes de quiénes son, qué representan y qué han hecho quienes aspiran a legislar— es la mejor forma de fortalecer la legitimidad de nuestra democracia. Porque si elegimos mal, no podremos culpar solo a “la política”: el error será compartido.
La democracia no se agota en el sufragio, pero sin un voto reflexivo se vuelve un ritual vacío. Elegir buenos parlamentarios es mucho más que elegir nombres; es apostar para que las discusiones que nos definen como país —sobre seguridad, crecimiento, derechos o libertades— se den con el nivel, la altura y el rigor técnico que Chile merece. No podemos confundir representación con espectáculo, ni creer que la retórica reemplaza al conocimiento.
En definitiva, la legitimidad del Congreso no vendrá de una reforma legal ni de una estrategia comunicacional. Vendrá, como siempre, de la calidad de sus integrantes. Y eso, afortunadamente, sigue dependiendo de todos nosotros.