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El triatlón de Matthei

Las transformaciones de Evelyn han cumplido con el propósito de demostrar que está dispuesta no a todo pero sí a mucho para llegar a gobernarnos.

Nadie puede decir que no lo intentó todo. Evelyn Matthei lleva años corriendo, nadando y pedaleando en todas las pistas posibles. En esta campaña interminable y en muchos sentidos absurda, trató de ser la sucesora natural de Sebastián Piñera, la señora excéntrica que lo sabe todo, la denunciante indignada de la guerra de los bots de Kast, la hija de su padre, la concertacionista tardía que sin embargo ha militado siempre en la derecha. Que ahora aparezca como cantante urbana ligeramente decadente, cantándole sus verdades a Jeannette Jara, no es una excentricidad aislada sino la estación final de una secuencia coherente de metamorfosis.

Pero hay algo que no cambia por más que se cambie la escenografía: Evelyn no puede reinventarse porque ya está inventada. No puede ser más de derecha de lo que ha sido; no puede ser de centro porque nunca lo fue y, más aún, porque su carácter arrebatado le impide siquiera fingir moderación. En otra biografía podría haber sido mirista —le sobra energía para eso—, pero jamás podría haber sido DC. No es del todo liberal pero no la beatería del conservadurismo no es lo suyo. Lo que siempre la separó de la derecha más dura es precisamente su educación luterana: sobria, antipomposa, enemiga de la teatralidad católica que domina la estética de la UDI.

Matthei la conocemos desde hace siglo. No tiene que demostrar solvencia ni capacidad. Esto que sería una ventaja en cualquier otra campaña es su cruz. Como le ocurrió a Carolina Tohá antes, Matthei ha sido víctima de un cambio copernicano en el electorado. Ambas fueron educadas en la época del voto voluntario, cuando se hablaba a una ciudadanía altamente politizada. Hoy deben dirigirse a quienes nunca habían votado. Un no-votante que no es un indiferente, o perezoso como se pensaba antes de obligarlos a votar, sino que tiene razones profundas para rechazar ser parte de la fiesta electoral. Un no votante que es un anti-votante en rebelión contra la democracia representativa, que rechazan por ser, al mismo tiempo, demasiado representativa y demasiado poco democrática.

Como Tohá, Matthei sabe pelear. Lo ha hecho toda su vida. Pero la pelea ahora no se da dentro de la política: se da contra la política. Ahí, su experiencia, su disciplina, su entereza y su claridad dejan de ser ventaja y se vuelven condena. Matthei es la política misma: competente, seria, preparada, con memoria institucional y capacidad de mando. Las virtudes de gobernar en el siglo XX. Pero gobernar no es, hoy, lo que se premia: es lo que se castiga. El país que dice que quiere estabilidad castiga, una y otra vez, a quien puede ofrecerla. En el video clip de música urbana con que hizo llegar a un electorado nuevo es la única que no canta. Así paga el costo de sonrojar a los suyos, sin conquistar a los otros que solo la respetarían si hiciera el ridículo hasta el final.

Esta campaña con sus interminables debates, sus bots y polémicas artificiales ha cumplido con creces la ilusión de humillar a los que quieren representarlos. Las transformaciones de Evelyn han cumplido con el propósito de demostrar que está dispuesta no a todo pero sí a mucho para llegar a gobernarnos. El electorado dirá si fue suficiente. Sin embargo, algo más está pasando en silencio.

Nota Personal: Muchos amigos míos, que votaron toda la vida por la centroizquierda, votarán ahora por Evelyn Matthei. No lo dicen con orgullo, pero tampoco con vergüenza. Para ellos, la consigna del voto útil no es una justificación: es una constatación. No quieren salvar un proyecto. Quieren impedir el derrumbe que entrañaría para ellos la victoria de cualquiera de los K (Kast o Kaiser).

Por mi parte, la excusa del voto útil no fue suficiente. Hace más de una década que voto sin ilusión ni entusiasmo por los candidatos de la izquierda, y esta vez no será la excepción. Vote por Guiller, y por Frei Ruiz Tagle dos veces, por Beatriz Sánchez y por Boric. Esto último se que lo tendré que volver a hacer tarde o temprano. Solo Jadue, y el Jaduismo podría alterar esa tradición. Pero Jara demostró no solo no ser Jadue, sino ser su peor pesadilla. Para bien y para mal. Para quienes temían el giro sectario, su calma fue alivio. Para quienes ansiaban una épica, su moderación sigue una decepción.

Esa ambigüedad, esa falta de gesto heroico, esa normalidad casi ofensiva, es parte de lo que explica también mi voto por ella. El resto lo explica el simple hecho histórico —innegable, aburrido, repetido— de que solo la centroizquierda ha sido capaz, de vez en cuando y de cuando en vez, de entender este país que solo ella logra gobernar más o menos en paz.

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