La elección dejó en evidencia un problema institucional que hasta ahora no se había manifestado: esta es la primera presidencial con voto obligatorio conviviente con primarias voluntarias. Esa combinación alteró los incentivos para participar —y competir— en las primarias. El resultado no es solo una baja participación respecto de un padrón de más de trece millones de electores, sino un desequilibrio estratégico que afecta directamente el tipo de candidaturas que llegan a la primera vuelta. Y no hay razones para pensar que esta brecha se reduzca en futuras elecciones: responde a la lógica misma del diseño.
Durante años, las primarias fueron útiles para ordenar coaliciones y procesar diferencias internas, porque todo el ciclo electoral operaba bajo la misma regla de participación: inscripción automática y voto voluntario. Cuando se reinstaló el voto obligatorio, esa coherencia se perdió. Desde entonces, las primarias dejaron de reflejar el mapa real de preferencias y se transformaron en un espacio demasiado estrecho para medir competitividad hacia la presidencial.
Lo relevante ya no es cuánta gente vota en una primaria, sino quién tiene incentivos para estar ahí.
En coaliciones amplias, las primarias tienden a favorecer a quienes le hablan a su electorado duro y penalizan a los que necesitan crecer hacia afuera. Para estos últimos, competir en una primaria voluntaria implica hipotecar amplitud y quedar amarrados a posiciones que no representan al electorado obligatorio que decidirá la presidencial. Esta elección lo mostró con claridad: las figuras de derecha optaron por evitar la primaria, mientras la oficialismo si bien logró una candidatura única, esta no logró nunca despegar y quedó anclada en un voto duro.
El efecto sistémico es claro. Por un lado, las primarias pierden atractivo para los liderazgos que aspiran a ser competitivos apostando a un electorado alejado de la política y se consolidan como un espacio dominado por electores convencidos, donde muchas veces sus temas y prioridades son distintos a las del país que luego está obligado a votar. Por otro, las coaliciones pueden terminar leyendo mal sus fuerzas: confunden el resultado de una primaria acotada con un mandato nacional y llegan a la primera vuelta defendiendo proyectos diseñados para ganar una interna, no para construir mayoría en una elección masiva.
La pregunta de fondo es si tiene sentido mantener un mecanismo voluntario al inicio de un ciclo electoral cuya fase decisiva es obligatoria. El problema no es la herramienta, sino el diseño. O todo el ciclo tiene la misma regla de participación, o los incentivos seguirán empujando a que las primarias pierdan relevancia política y estratégica.
Si Chile quiere primarias que realmente procesen diferencias internas, legitimen liderazgos competitivos y reflejen de manera aproximada el país que vota en la presidencial, necesita corregir esta asimetría. Cuando las reglas del inicio y del final del ciclo electoral son distintas, lo que se debilita no es solo la participación: es la arquitectura completa que sostiene la competencia presidencial.