Cada fin de año, miles de jóvenes en Chile se preparan para rendir la PAES con una mezcla de entusiasmo, nervios y una presión que, muchas veces, no les pertenece. En torno a esta prueba se ha instalado la idea de que una buena o mala jornada puede determinar el resto de sus vidas. Esa percepción se transmite en conversaciones familiares, en el colegio y en redes sociales, generando una tensión que no solo es injusta, sino emocionalmente dañina.
La PAES es importante, sin duda. Pero no es un veredicto sobre la inteligencia, las capacidades ni el valor personal de nadie. Y aunque parezca evidente, a muchos estudiantes nadie se los dice de manera explícita. Al contrario: llegan a la prueba cargando expectativas ajenas, miedo a decepcionar y la sensación de que no pueden fallar. Desde la psicología sabemos que este tipo de presión solo aumenta la ansiedad, bloquea la concentración y dificulta el desempeño. Ningún joven debiera enfrentar un proceso educativo desde el temor.
Es fundamental recordar algo que hoy el sistema sí permite: existen segundas oportunidades. La PAES de invierno es una vía concreta para volver a intentarlo; también hay programas propedéuticos, bachilleratos, cupos especiales y caminos técnico-profesionales que conducen —de formas diversas— a proyectos de vida igualmente valiosos. Cuando comprendemos esto, el examen deja de ser un muro y se convierte en un paso dentro de un camino más amplio.
Pero junto con bajar la presión, debemos hablar del tema que casi siempre queda al margen: la orientación vocacional. En Chile, demasiados jóvenes toman decisiones apresuradas, sin información suficiente, sin espacios de reflexión y, muchas veces, sin acompañamiento adecuado. No es raro que se elija una carrera por descarte, por presión familiar, por miedo a “perder el año” o simplemente por desconocimiento de las alternativas. Ese es el origen de buena parte de la frustración vocacional, la deserción temprana y la deuda innecesaria.
La vocación no es un instante de iluminación ni un destino predeterminado. Es el resultado de explorar intereses, reconocer habilidades, comprender fortalezas y, sobre todo, contar con alguien que escuche, guíe y entregue información clara. La evidencia internacional lo confirma: los estudiantes que reciben orientación oportuna toman decisiones más informadas, permanecen más tiempo en sus carreras y experimentan menos frustración académica.
Por eso insistimos en que la conversación no puede reducirse a puntajes. Debe incluir preguntas como: ¿qué disfruto hacer?, ¿qué tipo de vida quiero construir?, ¿qué habilidades quiero desarrollar?, ¿qué me mueve? Esa reflexión —que no siempre ocurre en casa o en el sistema escolar— es tan importante como cualquier guía de estudio.
Fundaciones, universidades, medios y el propio Estado tenemos la responsabilidad de acercar esta información de manera clara, comprensible y a tiempo. La verdadera equidad en la educación superior empieza mucho antes de elegir una universidad: comienza con que cada joven sepa que tiene opciones, que no está solo y que un examen no define su futuro.
En estos días de nervios previos a la PAES, ojalá el mensaje llegue donde más se necesita: un puntaje no determina una vida. Lo que sí la determina es el acompañamiento, la información y la libertad de construir un camino propio, a su tiempo y a su manera.