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Feminismo selectivo

Cuando el feminismo se transforma en una herramienta de cancelación selectiva, deja de ser emancipador y se convierte en un dispositivo de poder más.

La ministra de la Mujer, Antonia Orellana, desaprobó públicamente la decisión de Pía Adriasola de ejercer el rol de Primera Dama cuando José Antonio Kast asuma la Presidencia en 2026. La objeción no es nueva ni sorprendente: hace años que una parte del feminismo considera ese cargo una reliquia patriarcal, prescindible e incluso reprochable. Sin embargo, más allá de los argumentos históricos, simbólicos o administrativos en uno u otro sentido, lo verdaderamente grave de la postura de Orellana es que revela incomprensión y desprecio profundos por la diversidad de caminos que millones de mujeres pueden elegir a diario.

Lo que Orellana descalifica no es solo una función protocolar asociada a la Presidencia, sino una forma de liderazgo que no se ajusta al molde emancipatorio que hoy goza de legitimidad política. Se trata de un liderazgo relacional, indirecto, construido desde el acompañamiento y el cuidado. Un liderazgo que no compite con el poder formal, pero que lo influye. Y que, precisamente por eso, resulta incómodo para una mirada ideológica que solo valida aquellos roles femeninos que reproducen su propio canon.

La contradicción es evidente. Desde el feminismo de Orellana se promueven cuotas de género para visibilizar liderazgos femeninos —una herramienta legítima y discutible, pero defendida con convicción— mientras se rechaza con porfía la posibilidad de que la pareja de un presidente varón ejerza un rol público potente, visible e inspirador. ¿Por qué una forma de acceso indirecto al poder sería virtuosa y otra, condenable? ¿Por qué el liderazgo femenino es legítimo cuando se produce bajo la ingeniería institucional del cupo, pero sospechoso cuando se construye desde una relación personal, afectiva o familiar?

Más aún: la historia demuestra que ese tipo de roles ha sido, para muchas mujeres, una plataforma real de agencia política y proyección pública. Eva Perón, Hillary Clinton y tantas otras figuras no comenzaron su trayectoria desde una tabla rasa, sino desde una posición inicialmente asociada a un político varón destacado. Lejos de anularlas, ese vínculo les permitió construir visibilidad, capital político y autonomía. Negar ese hecho no es feminismo: es negacionismo histórico.

Pero hay un punto todavía más incómodo, quizás el más sensible. La crítica de la ministra parece incapaz de reconocer que el rol de Primera Dama conecta con la experiencia vital de una enorme mayoría de mujeres chilenas: mujeres que acompañan, sostienen, cuidan, articulan redes, moderan conflictos y permiten que otros —maridos, hijos, jefes— ejerzan funciones públicas o privadas con mayor libertad. Mujeres anónimas, sin cargos ni cuotas, cuyo trabajo es indispensable y sistemáticamente invisibilizado. Cuando se descalifica ese rol desde el poder, no se emancipa a nadie: se envía el mensaje de que esa forma de vida es menor, incorrecta o indigna de reconocimiento.

Al final, queda la duda legítima. ¿Está la ministra Orellana en contra del cargo de Primera Dama por una convicción ideológica que condena ciertos roles femeninos mientras valida otros? ¿O es que, una vez más, su visión de izquierda radical pesa más que su feminismo, y lo que realmente le incomoda es que una mujer —otra mujer— pueda ejercer influencia, liderazgo y voz pública desde un proyecto político que ella rechaza? Cuando el feminismo se transforma en una herramienta de cancelación selectiva, deja de ser emancipador y se convierte en un dispositivo de poder más. Ese es el problema de fondo. No se trata de solamente de defender o no una tradición republicana, sino de algo mucho más elemental: aceptar que las mujeres pueden elegir caminos distintos, roles distintos y formas distintas de liderazgo, incluso cuando esos caminos no coinciden con la ortodoxia ideológica de turno. Todo lo demás es feminismo condicional, el que paradojalmente con su pretendida superioridad moral, se convierte en el más patriarcal de los discursos.

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