Una de las experiencias más difíciles para cualquier ser humano es habitar un lugar donde la libertad se suspende. Un espacio en el que no decides qué hacer, ni cuándo, ni cómo; donde no sabes qué va a ocurrir, si sentirás el peor dolor de tu vida o si todo saldrá bien. Un lugar cuyo funcionamiento desconoces y donde, de pronto, tu vida queda en manos de otros. Ese lugar es el hospital.
Cada vez que somos pacientes entramos en un territorio profundamente ajeno. Y no deja de llamarme la atención el peso de esa palabra. Según la RAE, paciente es quien tiene paciencia; y la paciencia, la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse. Entonces me pregunto: ¿por qué, justamente en el momento de mayor vulnerabilidad, cuando aparecen el miedo, la angustia y la incertidumbre, se espera que las personas soporten sin alterarse? ¿Por qué, en el lugar donde nada depende de ellas, deben además “aguantar”?
Ser paciente puede ser una de las experiencias más complejas de la vida. Muchas personas lo dicen con crudeza: sé que entraré, pero no sé cómo saldré. Especialmente antes de una cirugía, no solo por los efectos de la anestesia, sino por la exposición total de la fragilidad humana. En ese momento entregamos nuestra vida a muchos otros, humanos también, de quienes no sabemos cómo están preparados, cómo se sienten ese día, o cuán disponibles estarán cuando más los necesitemos.
Cuando eres paciente, en realidad no ejercitas la paciencia; enfrentas una de las formas más profundas de la impaciencia. Porque lo que se necesita no es solo esperar, sino confiar. Y confiar, de verdad, cuando el cuerpo duele y el miedo aprieta, es una de las tareas más difíciles que existen.
He sido paciente estos últimos meses. Y en esa experiencia viví dos mundos completamente distintos. Durante un turno recibí cuidado, respeto, cercanía. Me sentí querida y tranquila. El dolor bajó, el cuerpo respondió, la noche fue soportable. Pero en otro turno ocurrió lo contrario: llamé y no vinieron; cuando finalmente llegaron, no me ayudaron con el dolor. Aparecieron la angustia, el miedo, la pena. El dolor aumentó. Me sentí mirada sin empatía, como se mira a veces a un animal herido en la calle: con lástima distante, pero sin acción. Fue profundamente doloroso. Y sí, importa, importa muchísimo cómo te tratan.
La evidencia científica es clara: cuando la atención en salud pone en el centro a la persona y no solo a la enfermedad, los resultados cambian de manera concreta y visible. Una comunicación clara, cercana y respetuosa fortalece la confianza en los equipos de salud y mejora no solo la experiencia de atención, sino también la salud física y mental. Disminuyen las visitas a urgencia, las hospitalizaciones innecesarias y el sufrimiento evitable. La humanización del cuidado, expresada en la relación enfermera-paciente, en el trato amable, en la empatía; favorece la adherencia a los tratamientos, reduce el estrés y aumenta la sensación de seguridad, especialmente en quienes tienen más dificultades para comprender lo que les está ocurriendo.
La pandemia por Covid-19 dejó una lección que no deberíamos olvidar: cuando el contacto humano se restringe, aumentan la soledad, el miedo y la ansiedad, incluso cuando la atención técnica es correcta. Cuidar, entonces, no es solo intervenir clínicamente. Cuidar es también comunicar, acompañar y reconocer a la persona en toda su dignidad.
Para este fin de año, la invitación es doble. A los y las profesionales de la salud: repensar nuestras formas, nuestra cercanía, nuestra manera de comunicar. A veces, una explicación clara, una presencia o una simple sonrisa pueden cambiarlo todo. Y a quienes son pacientes: no normalicen el sufrimiento. Si duele, si angustia, si asusta, díganlo. Pidan ayuda. Insistan. Ningún ser humano debería soportar el dolor en silencio, y menos en un lugar donde el miedo puede calar hasta los huesos.