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10 de Julio de 2014

Mónica Briones Puccio: el otro caso Zamudio

Han sido 30 años de encontradas versiones sobre lo que motivó el trágico crimen en la calle de una lesbiana que se asumió públicamente en la década de los 70 y 80. Su caso, el que fue cerrado por la justicia sin encontrar culpables hace más de una década.

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Dios mío, ¿por qué de esta manera?”, alcanzó a musitar Cristina Briones cuando terminó de examinar el cuerpo de su hermana mayor que yacía en el Servicio Médico Legal. No era su hermana. Al menos, en ese momento le costaba reconocerla. La recordaba muy atractiva, de grandes ojos claros, tez blanca, de amplia sonrisa. Lo que yacía ahí era un “guiñapo” como escribió  Pedro Lemebel en una de sus tantas crónicas en la que recuerda a la artista. Tenía rostro lozano, “afrancesado” decían algunas, “de bonitas facciones” dicen otras que la conocieron en fiestas, exposiciones, en la calle, por el Parque Forestal cuando vendía sus pinturas vestida de negro y pelo muy corto, “a lo Mía Farrow”, dicen.

Nadie pudo ayudarla esa noche del 9 de julio de 1984 cuando tuvo que enfrentar una muerte trágica, horrenda, con el típico ensañamiento hacia quienes asumen públicamente su sexualidad, más en esos años de conservadurismo exacerbado, de dictadura, de añorado hippismo y amor libre.

Mónica Angélica Briones Puccio fue asesinada un día después de su cumpleaños número 34. Un desconocido “con pinta de nazi”, como consta en las declaraciones, la asesinaron hace 30 años en pleno centro de Santiago a punta de patadas y golpes que le destrozaron el cráneo. Quería celebrar en grande su cumpleaños y para eso, se reunió con una amiga y unos amigos gays a brindar por ello. Ese fin de semana en Santiago, arreciaba uno de los tantos y recordados temporales ochenteros, esos que desbordaban el río Mapocho y donde aparecían muchos cuerpos en la calle producto de la lluvia o de automovilistas que se daban a la fuga.

Pese a las condiciones climáticas, Mónica salió a celebrar. Primero se dirigió a la casa de su amiga Gloria del Villar Gajardo, una mujer heredera del hippismo setentero con dos hijos que vivía en una casa en Vitacura. De ahí, se reunirían con dos amigos más quienes eran dueños de la mítica discoteque “Atlantis”, un centro nocturno para homosexuales que se encontraba en calle Merced. Todos irían a comer a “Los Chinos” para después terminar en el centro nocturno. Pero algo ocurrió que Mónica y Gloria decidieran, en la madrugada del 9 de julio, separarse de ellos y dirigirse al desaparecido bar Jaque Matte ubicado en la Alameda con calle Irene Morales. Esa decisión sigue siendo un enigma hasta hoy.

Cristina recuerda que hubo filas interminables de personas de diferentes clases sociales que asistieron al funeral de su hermana en una iglesia de avenida Manuel Montt. Pese a que no escondía su lesbianismo, -“su vida se volcó a eso”, comentaba un amigo cercano a ella – tuvo que mentir en varias oportunidades para proteger a su familia y tampoco temía reclamar ante la indiferencia del mundo artístico que nunca tomó en cuenta sus obras. Muchas veces salió a la calle a pintar, se la veía en parques, en las avenidas, en las comunas, quería que su arte fuera callejero, ciudadano, público, que llegara a las masas, que se apreciara. A los 19 años, ganó un record al pintar durante 72 horas seguidas sentada en su banca e instalando sus atriles en el cerro Santa Lucia. “Vivo de manera muy acelerada”, declaró al diario “La Nación” de la época que la entrevistó por el record que logró.

“Fue a los 15 años. Después de esa edad, la Mónica no fue la misma. Ella era una joven tranquila, de su casa, pero se le ocurrió comenzar a consumir drogas muy fuertes como LSD, anfetaminas y alcohol y nuestra madre no encontró nada mejor que internarla en un psiquiátrico por los efectos. ¡Gran error! De ahí, la Mónica nunca más fue la misma”.

Cristina Briones repite que era buena hermana, que la cuidaba a ella, a su madre y a su abuela. Eran cuatro mujeres. Su madre, Adriana Puccio se dedicaba a la peluquería, mientras su abuela, Olga Moreira- actriz retirada y prima de la consagrada Yoya Mártinez-, confeccionaba muñecas de trapo. Vivían humildemente. Al padre, Manuel, artesano de lámparas, poco lo veían. Hace años se había separado de su madre.

Mónica intentó abandonar el alcohol en incontables oportunidades, a veces lo conseguía. Su hermana parece estar convencida que así de adelantada para la época fueron las cosas para Mónica. “Es que la Mónica se liberó después de ese episodio del psiquiátrico y lo asumió sin complejos. Antes este tema de la homosexualidad no se hablaba, no es como hoy que salen en la tele, en los diarios. Es mucho más aceptado, mucho más normal. Mi madre nunca lo aceptó, a mí también me costó entenderlo”.

Estudio en la Escuela de Arte Experimental de la Universidad de Chile, tuvo de profesor a Nemesio Antunez entre otros consagrados del circuito de las artes. Hoy, pocos se acuerdan de ella, más allá de las anécdotas. Sus arrancadas más recordadas eran sus vacaciones en Caleta de Horcón. La playa de los hippies de los 70 y de los artesanos de los 80. Mónica, quien no quería olvidarse de esa época de oro, iba a veranear todos los años a ese balneario y pese a que no tenía casa, podía incluso hasta dormir en la playa y al alero de los pescadores en sus lanchas. Todo el balneario de Horcón la conoció, incluso hoy algunos lugareños la recuerdan.

Uno de los tantos artesanos que la conoció se llama Gregorio Trincado y actualmente atiende en un local de artesanía del balneario. Sin querer desapegarse de esa época de oro de los 70, se refiere a Mónica como “la paloma que le gustaban las palomitas”.

Trincado también recuerda que un poco antes de que la asesinaran, ella le confidenció que mantenía una querella en contra del dueño del denominado “Gloria” que hoy es un almacén de abarrotes. Al comerciante dueño del local le decían “El Carolo”. “Él la atacó una vez, la echó del local por desordenada y la golpeó fuerte sobre una pared. Según contó la Mónica ella le interpuso una demanda”.

“Pelusa” Avendaño pololeó con ella durante cinco meses en esos años. “Cuando la conocí, me cohibió. Era una persona que miraba directo a los ojos, de voz profunda. La recuerdo muy artista, ella amaba el arte, no era política eso si. Cuando le contábamos con mi grupo de amigas de la época que íbamos a protestar contra la dictadura, nos decía “¡ya van a huevear!”. No le gustaba”, indica.

Tiempo después no continuaron con la relación, pero se hicieron buenas amigas, al menos se llamaban regularmente. En una de esas llamadas, recuerda Pelusa, a fines del año 1983, Mónica le comenta que tiene serias sospechas de que está siendo víctima de seguimientos por parte de extraños individuos. “Ella me decía que sospechaba que eran de la CNI. Además, justo había iniciado una relación con una tal Nataly, que más encima era casada. Ella tenía ese tipo de relaciones complicadas”.

Sólo a las seis de la madrugada comenzaban a circular las micros de colores en esa helada noche de 1984. No convenía salir antes. Gloria propuso ir a tomar locomoción a la esquina de Merced con Irene Morales. Se despidieron de los amigos y salieron de ahí raudamente con el vino navegado retumbando en sus sienes cuando la lluvia había comenzado a amainar.

Pasaban los minutos y nada parecido a locomoción se veía en esa esquina. Gloria y Mónica platicaban sobre lo bien que lo habían pasado. De pronto, como contaría años después Gloria del Villar en sus declaraciones a la justicia, de la oscuridad apareció un hombre. Alto, fornido, rubio, de ojos verdes muy juntos y con corte de pelo “a lo militar”, ninguna de las dos lo había visto antes. Llevaba gabardina de color beige, botas gruesas y un paraguas rosado. Tomó a Mónica por la espalda, la agarró firmemente del cuello, propinándoles empujones e insultos.

“Oye, y a ti, ¿qué te pasa?” – le preguntaba insistente y sorprendida, mientras su amiga Gloria no sabía qué hacer, sólo gritaba. Con el mismo paraguas le propinaba golpes en la cabeza al individuo. Los empujones continuaban y Gloria fue lanzada unos metros más allá por una patada en el estómago que le propinó el desconocido “contigo no es la cosa, ¡puta!”, le dijo. Súbitamente, Mónica, de 1,60 de estatura y 58 kilos, cayó al suelo después de un brusco empujón que le dio el rubio fornido. “Así te quería pillar ¡lesbiana!”- le gritaba el hombre. Ella se defendió como pudo, algunas de sus viejas amigas contaban que “era buena para los combos”, pero eso no impidió que en 10 minutos la bota del desconocido golpeara sin césar la cabeza de Mónica hasta desangrarla. Gloria, en shock, corrió por las calles hasta que tomó un taxi se fue a su casa. Fue reiteradamente citada a declarar, incluso se la declaró sospechosa. Nada de eso fue acogido por la justicia que cerró el caso en 1993.

Cristina Briones reconoce que al igual que todo el mundo, creyeron que se trataba de un accidente; sin embargo, diferentes hechos, como extrañas llamadas telefónicas o carabineros que entregaban papeles con datos de posibles sospechosos que podrían estar ligados con el crimen, les hicieron tomar la decisión de abrir una investigación judicial que se cerró sin encontrar culpables. “La Mónica era una diosa para toda la familia. En las fiestas navideñas, cumpleaños u otras cosas, ella era el alma de los festejos con su chispa. Ella se murió y se acabó la familia, todos se dispersaron, porque no podían creerlo, hasta hoy”, dice.

Prefiere recordarla enseñando un recorte de diario que ella calcula debe ser cuatro años antes de la muerte de Mónica. Es una entrevista que le hicieron en el suplemento “Yo, mujer” del diario La Tercera. Se titula: “Una mujer creativa y distinta”. En ella se hace hincapié en que la escultora llegó a la redacción del diario pidiendo una entrevista para que conocieran su arte.  En esos días exponía en un centro cultural.

“Habla con soltura de la muerte- describe el diario- No le teme. Le parece infalible y cree que inexorablemente, morirá joven. “Porque soy muy acelerada, vivo muy rápido”, dice. Le gustaría conocer a Fellini, porque se siente media fellinezca y sigue pensando que la libertad no existe, “porque los seres humanos estamos muy condicionados. No sabemos lo que seremos el año dos mil. Quizás, en el futuro, nos convertiremos en puro cerebro”.

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