
El comunismo es como la comida china. En todas partes lleva más o menos los mismos ingredientes —control, disciplina, añoranza por la dictadura del proletariado— pero el sabor depende del lugar, del momento, del clima, y de los comensales.
Comer comida china en Santiago no tiene nada que ver con comerla en Pekín y mucho menos en Nueva York o Barcelona. Y del mismo modo, militar en el Partido Comunista chileno no tiene nada que ver con hacerlo en Cuba, en China o en Corea del Norte.
Como la comida china que se cocina en Chile, el Partido Comunista chileno es más chileno que comunista. Está hecho con los ingredientes de siempre —control de cuadros, disciplina, añoranza retórica por la dictadura del proletariado—, pero con amor por los estatus, legalismos varios y un aire de melancolía pueblerino a lo Tellier (Jorge o Guillermo). Por eso es particularmente grave la injerencia de cocineros como Daniel Jadue, que quieren cambiar la receta a última hora, condimentarla con pimientas medio orientales y convertir el menú en totalmente indigesto. En contraste, Jeannette Jara es el ejemplo mismo del comunismo a la chilena. O quizás de una chilena a quien el comunismo le dio un espacio para ejercer su chilenidad —ordenada, aplicada, orgullosa— con algo de autoridad y sin pedirle demasiadas excentricidades revolucionarias. O mejor: es el orgullo de clase hecho carne, que el comunismo le regaló a cambio de verse obligada a defender de vez en cuando lo indefendible de tipo que Cuba es una democracia “diferente.”
Jeannette Jara se hizo conocida por dos gestos contradictorios y perfectamente confluyentes sin embargo: negociar durante meses con empresarios y sindicatos hasta sacar adelante una reforma previsional que parecía una utopía nórdica, y decirle en cámara a un dirigente empresarial que “hasta cuándo pagan tan poco”. Entre la técnica y el exabrupto, entre el PowerPoint y la rabia contenida, encontró un tono que es profundamente chileno: concreto, directo, sin solemnidad pero que no tiene miedo de ponerle los puntos a las íes. Su fuerza viene de no haber dejado nunca de ver la pelota en el piso: la jubilación miserable, el sueldo que no alcanza, la olla que no da más. Pero sin caer en la denuncia vacía, con un orgullo tranquilo, sin resentimiento, pero con memoria. Supo encarnar —sin impostura— a esa dueña de casa que trabaja fuera y dentro, que no habla en jerga tecnocrática ni en coa sindical, pero sabe pararse firme ante los grandes sin dejar de sonreír ni de bailar su cumbia, o su pie de cueca.
Todo eso —su pragmatismo, su claridad, su capacidad de hacerse entender sin perder profundidad— la convertiría, en un mundo ideal, en una candidata imbatible de una izquierda que entiende que las verdaderas incomodidades están en lo microeconómico: en el pan, la pensión, el Transantiago que no llega. Una mujer que se parece a muchas otras y al mismo tiempo es única. Funcionaria pública con disciplina de militante, sí, pero también con chispa, con presencia, con brillo propio. Todo eso sería irresistible… si no fuera comunista. Es decir, si no militara en un partido que una parte del país detesta
con fervor casi religioso: por razones erradas, sí, pero también por razones más que válidas, dolorosamente históricas, visceralmente imborrables.
Jara no se explica sin el partido que la acompañó cuando era una solitaria dirigente de la Usach, en tiempo en que nadie protesta por nadie. Jara no se explica sin el comunismo que le dio disciplina y
tesón, pero no puede explicarse tampoco un partido cuyos dirigentes han perdido el norte y el sur y el este y oeste. Un partido que ha sido un disciplinado aliado del gobierno y un crítico feroz de este. Que ha apostado por la institucionalidad y ha coqueteado con la insurrección o como se llame lo que incendió las calles el 18 de octubre.
Un partido que ha perdido, en manos de una dirigencia desorientada, el sabio pragmatismo —teñido de no poca sangre— de Lenin, y que oscila entre el dogma nostálgico y el oportunismo de redes. Un partido del que Jeannette no puede, sin mentir o mentirse, alejarse, pero que sigue siendo para ella el peso que no la deja volar, el ancla ideológica que, aunque le da nombre y linaje, le niega el despegue que su talento político podría permitirle Jara carga con esa herencia, con esa mochila ideológica que pesa aunque no se vea. Y sin embargo camina, firme, concreta, sin perder la sonrisa. Como si supiera que el plato que le toca servir —como toda buena comida china en Chile— será juzgado no por su sabor, sino por su etiqueta, aunque más de una vez a la semana le resulte en cualquier dieta evidentemente indigesta.