Secciones
Política

Soledad, legado y paternidad: el epílogo de Boric y su generación

Todo indica que el presidente Boric, junto a buena parte de la dirigencia del Frente Amplio que llegó con él a La Moneda, enfrentará el extraño destino de jubilar a los 40 años. Jubilar, claro está, en el sentido chileno del término: desaparecer un tiempo, pagar el costo simbólico del fracaso, purgar la culpa colectiva y quizás volver después.

Nunca el presidente Gabriel Boric ha estado más solo que en estos últimos meses. Con las dos candidatas presidenciales -Carolina Tohá y Jeannette Jara- más pendientes de su propio ascenso que de su gobierno, y con ellas ausentes los socialistas, los PPD y los comunistas, solo quedan en pie unos pocos compañeros de generación.

Una mezcla de mala fe de la derecha e impericia propia ha ido dejando al presidente sin más escudo que su biografía. De los leales, pienso en Pablo Paredes (responsable de su franja presidencial y hoy encargado de Secom). Y en pocos más. Algún subsecretario, uno que otro ministro que va quedando por ahí, un asesor que resiste. Todo indica que esta nueva soledad será la marca de lo que le queda de gobierno.

La crisis —a la vez personal y política— detonada por la investigación sobre ProCultura fue especialmente devastadora. No tanto por el fondo del caso, sino por la forma brutal en que se expusieron detalles íntimos, incluidas conversaciones con su psiquiatra personal. Boric tuvo que gestionarlo sin comité de crisis, sin escuderos, confiando únicamente en su instinto.

En medio de esta reconfiguración silenciosa, el presidente ha revelado una decisión inesperada: su próxima mudanza a una enorme casa con ambición de castillo en San Miguel. Una comuna residencial, populosa y antes popular, lejos de los círculos de poder de la zona oriente. Lo hace, dice, por un “antiesnobismo” que —como todo buen antiesnobismo— tiene algo de snob. Pero también porque la madre de su futuro hijo, Paula Carrasco, es de ahí.

Esa paternidad, más o menos tardía en una vida donde todo ha sido precoz, marca un giro. A los 40 años, Boric habrá sido dirigente estudiantil, diputado, presidente, sin haber trabajado nunca para nadie que no sean los electores. Cumplió casi todas las asignaturas de la política, pero recién ahora comienza la que sus padres y abuelos aprobaron a los veinte: la de ser padre.

Juzgar el destino de su generación exige tomarle el peso a esta curiosa inversión del tiempo. Boric no es una excepción. Su generación lo tuvo todo antes que nadie: pantalla, credibilidad, causa. Pero no tuvo lo más elemental: casa, hijo, vida propia. Lo siguieron desde que salió de la adolescencia las cámaras y las promesas. Pero los errores y placeres de la vida privada le fueron negados.

No todos sus pares fueron presidentes, pero a todos les ha costado sangre, sudor y lágrimas salir de las casas y de los discursos heredados. Son, en parte, rehenes de la generación anterior —la mía, la de Carolina Tohá—, que les legó los símbolos, los honores, incluso los cargos, pero no el poder. Porque quien no ha tenido hijos, ni empleadores, ni deudas, no sabe del todo para qué sirve —y para qué no sirve— el poder.

Todo indica que el presidente Boric, junto a buena parte de la dirigencia del Frente Amplio que llegó con él a La Moneda, enfrentará el extraño destino de jubilar a los 40 años. Jubilar, claro está, en el sentido chileno del término: desaparecer un tiempo, pagar el costo simbólico del fracaso, purgar la culpa colectiva que la opinión pública impone a sus dirigentes, y quizás volver después, en una combinación política hoy impensada pero no improbable.

Algunos de los protagonistas de la generación que remeció Chile en 2011 no tuvieron ni siquiera esa posibilidad. Giorgio Jackson, en quien personalmente veía al más sólidamente preparado del grupo, sucumbió a una mezcla fatal de torpeza y testarudez.

Su frase sobre la “superioridad moral” de su generación tuvo, como tantas cosas que dijo, el mérito y el defecto de ser sincera. Siempre fue su problema: su incapacidad de mentir unida a un talento casi trágico para no decir nunca toda la verdad. Otros, casi siempre provenientes de la Universidad Católica y del movimiento político universitario NAU (pienso en Miguel Crispi), siguieron su destino, el destino esperable para un grupo que respira elitismo por todos sus poros, pero que creyó —con cierta ingenuidad o arrogancia— que podía ponerse del lado de la rebelión antielite que sacudió a Chile en octubre de 2019. Esa revuelta, que se prolongó en el primer proceso constituyente, fue —a pesar de todos los esfuerzos por apoyarla “cueste lo que cueste”— el verdadero verdugo de la generación del 2011.

Una generación que, como reconoce (aunque un poco tarde) Gonzalo Winter, decidió hacer política, es decir, hacerse parte de la clase política contradiciendo la idea base del “Octubrismo” que es justamente la destitución de toda y cualquier política, de todo y de cualquier poder.

Eso que Javier Milei y Pablo Iglesias, desde trincheras opuestas pero con un mismo desprecio, llaman “la casta”. El problema —el drama— fue no asumir que no se puede ser parte de “la casta” y al mismo tiempo odiar la política, entendida no como espectáculo ni épica, sino como lo que realmente es: negociación, acuerdo, cesión, desgaste.

Ese dilema es el que llevó a Gabriel Boric a firmar el acuerdo del 15 de noviembre de 2019. Un acto que salvó al país y lo salvó a él cuando ambos parecían a punto de hundirse. Pero también es el mismo dilema que lo llevó, apenas unos meses después, a votar todos los retiros previsionales que pudo —sabiendo que eran dañinos— simplemente porque no podía resistirse al canto de las sirenas.

La misma lógica lo condujo a apostar todo su capital político en el plebiscito por una nueva Constitución, aún cuando sabía que no tenía cómo salvar ese texto. En un gesto que todos intuíamos suicida, dejó en suspenso los primeros cien días de su gobierno —los únicos cien días en que un presidente realmente
puede marcar la diferencia— para encabezar una campaña que no era suya, que no podía controlar, y que terminó por arrastrarlo.

Algo de pulsión autodestructiva hubo también en los indultos a los presos del estallido, y en esa rueda de prensa interminable con la que intentó explicar su actuación —o su falta de actuación— en el caso Monsalve. Ambos actos, perfectamente evitables, los defendió en nombre de “principios” y apelando a una transparencia que, en su generación, fue siempre más consigna que práctica.

¿Para qué me invitan si saben cómo me pongo?”. Fue, más o menos, el argumentario con que el presidente intentó explicar ambas salidas de madre. Hizo quizás algo peor: enarbolar la pureza —esa misma pureza que los viejos, con culpa o con ternura, quisimos regalarle a los más jóvenes— como parte de su capital político.

Pero era justamente eso lo que Chile ya no estaba dispuesto a perdonar. Porque la pureza, la sinceridad, la ingenuidad, son virtudes tolerables en los hijos… cuando hay becas, cuando hay estabilidad, cuando hay cupo en la tarjeta de crédito. Nadie quiere ser gobernado por alguien que tiene más corazón que cabeza, más alma que sentido común. Mucho menos cuando ese “alma” lo lleva a indultar a incendiarios poco o nada arrepentidos, o a ayudar —de manera voluntaria o negligente— en las coartadas de un presunto violador de una subalterna.

Errores más imperdonables, si cabe, porque en tiempos normales —cuando no le bajan esos ataques de principismo— el presidente Boric sabe comportarse con la frialdad, el decoro y el sentido del deber que se espera de un jefe de Estado. Sabe que no sabe, y eso ya lo distingue, por ejemplo, de Sebastián Piñera, a quien tuvo la grandeza de despedir con los honores que el cargo exige, incluso cuando la historia no lo exigía tanto.

No estamos, en casi ningún parámetro objetivo, peor que cuando Boric asumió. No hubo colapso económico, ni crisis institucional, ni caos sanitario. La inflación se controló. El dólar se estabilizó. La inversión volvió. El crimen sigue, sí, pero ya nadie finge que no es estructural.

Lo que se quebró, en cambio, fue el mito. Su generación demostró —para fortuna nuestra y desgracia suya— que casi todos sus principios principales eran intensamente negociables. Que la ética, cuando llega al poder, se convierte en administración. Que lo nuevo, lo distinto, lo generacional… no era más que la Concertación con mochilas Jansport

Notas relacionadas