
La Democracia Cristiana será la gran ausente de esta elección. Este partido, sin el cual era imposible pensar la política chilena, ese enorme nido de contradicciones que cambió la cara del siglo XX, parece no haber sobrevivido el siglo XXI. En la elección pasada algo intentó con Yasna Provoste, pero esta prefirió caer en una de las tentaciones propias del espíritu democratacristiano: intentar ser de izquierda sin tomar los riesgos de serlo realmente. Algo parecido le está pasando a su némesis de derecha, Ximena Rincón, tratando de ser de derecha sin pagar las contribuciones y los gastos comunes de su nuevo domicilio político. Jaime Mulet, en cambio, aprovecha la otra posibilidad que siempre da la Democracia Cristiana, que no en vano fue el refugio de los ibañistas cuando se acabó Ibáñez (Tarud, Hales), e intenta una especie de mezcla de todo y nada, por si acaso.
La ausencia nominal de la DC en la papeleta tiene significados más profundos que el desgaste de un partido que se permitió todos los desvíos, todas las corruptelas, todas las demagogias y todas las guerrillas interiores. Tiene que ver con el imposible ejercicio de encontrar ese amplio camino del centro que es cada vez más estrecho. Pantano en el que se han perdido personas tan talentosas y bien intencionadas como la ya mencionada Yasna Provoste, Andrés Velasco, o Claudio Orrego. Un centro que desde la derecha y la izquierda cortejan Carolina Tohá y Evelyn Matthei, sabiendo que ahí están la mayoría de los chilenos, pero que pocos de quienes enarbolan ideas mixtas están dispuestos a sostenerlas en las elecciones.
El éxito de la DC nació justamente de que no fue nunca un verdadero partido de centro. Fue un partido de clase media, que no es lo mismo. Un partido de profesionales y empleados, de inmigrantes de primera o segunda generación, de parientes pobres de gente muy rica. Mi abuelo, que fue uno de los que fundó la Falange, era justamente eso: el hijo de un hombre sin fortuna propia pero que desde su fe religiosa había dedicado su vida a la política y el periodismo.
La Falange fue la manera de ser un poco esos anarquistas, esos comunistas, pero sin dejar de ser los niños buenos, los creyentes fieles que pensaban en la Rerum Novarum de León XIII como si se tratara de un libro más del Nuevo Testamento. Esa misma Rerum Novarum por la que hoy me pregunta mi hija, intrigada por la figura del nuevo Papa León XIV que quiere continuar con el influjo de esa encíclica que llevó a Alberto Hurtado a fundar sindicatos y a Clotario Blest a hacerse sindicalista.
Se acusaba a la DC desde la izquierda de no ser ni chicha ni limonada, pero lo cierto es que era chicha y limonada al mismo tiempo. Una mezcla embriagadora y dulzona de la que nadie sale del todo a salvo. También desde la derecha se le acusaba de ser un partido de cobardes, de tibios que concurrieron con sus votos en el Congreso para que Allende fuese presidente y que luego hicieron lo posible para que el golpe militar llegara.
Como dijera el mismo Eduardo Frei Montalva en el acto fundacional de la Falange, en 1938: “No queremos una derecha conservadora ni una izquierda materialista, sino una tercera vía con alma”. Ese tipo de frases, repetidas hasta el hartazgo, muestran lo mejor y lo peor de la DC: su ambición de síntesis y su propensión al lugar común. Pero también su compromiso con un país que no era ni revolucionario ni reaccionario.
Si la DC no fue un partido de centro, sí era un partido que tenía un centro. Y este era justamente la fe cristiana, es decir, la idea de que no se muere uno realmente solo, sino rodeado de un buen ladrón y de otro no tan bueno y de varios discípulos para que luego resucites. La sensación de ser parte de una fe social que vive entre los pobres y los abandonados pero que le devuelve al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
El centro vacío que habita nuestras vidas puede en cualquier momento hacerse política. Cuando esto suceda espero que Dios, muerto, vivo o resucitado, nos pille confesados. Y es que sin una cierta idea de trascendencia —no necesariamente religiosa, pero sí ética y compartida— el centro no tiene sentido. No es un punto medio aritmético, sino una tensión, una voluntad de convivir con la contradicción. De ahí su fragilidad. Y de ahí también su dignidad.