Entrevisté una vez a la recién fallecida Marcela Rodríguez, alias La Mujer Metralleta. Tuve que viajar a Milán y luego tomar un tren hacia un centro para inválidos. Lo administraba la Iglesia. Alrededor, solo Los Alpes. Marcela, por culpa de una herida, apenas podía moverse, aunque con enorme esfuerzo cumplía con el programa de ejercicios que le encomendaba el centro. La acompañaba el poeta Julio Araya, primo de mi madre. Él, que no había militado demasiado en nada durante la dictadura, era el más incendiario al recordar los años en que su mujer fue una de las más temidas combatientes del Movimiento Juvenil Lautaro. Ella, en cambio, miraba esos años con enorme distancia, sin ilusión alguna. Su infancia y juventud las había marcado la dictadura. Se casó, tuvo dos hijos que murieron demasiado pronto, pero de repente no aguantó más el silencio y se fue con ese grupo de jóvenes, generalmente muy jóvenes, que sin un plan político demasiado claro volaban postes, robaban bancos, repartían comida y atentaban contra militares y carabineros, al mismo tiempo que debían deshacerse permanentemente de los miembros infiltrados. De tal suerte que incluso los leales no estaban tan seguros de serlo.
Marcela recibió la bala que la dejó para siempre postrada en ese centro de rehabilitación milanés durante el rescate de Marco Ariel Antonioletti, en plena democracia recién recuperada. La operación fue espectacular y sangrienta. Antonioletti, preso hacía más de un año, visitaba al oftalmólogo en el hospital Sótero del Río. Marcela disparó entre los enfermos. Murieron cinco uniformados. Consiguió su objetivo aunque Antonioletti terminaría acribillado meses después en un operativo policial en la Villa Japón.
A Antonioletti lo conocí en una asamblea de la PROFESES, el movimiento estudiantil secundario el año 1985. Había militado en la Izquierda Cristiana, el mismo partido en que militaba yo, pero cuando lo vi, con la cara cubierta de rulos y anteojos, flaco y rabioso, ya se había radicalizado. No recuerdo muy bien qué discutíamos entonces, pero sí recuerdo que calificó todo de “paja”. Es decir, masturbación inútil. Era fácil adivinar en su impaciencia algo de la adolescencia que todos sufríamos como una doble dictadura, y una necesidad de hermandad que los partidos orgánicos, esos sin aparato militar, no podían proveer. El MAPU Lautaro, siempre ligeramente marginal, sin el apoyo de un partido grande e institucionalizado como el Comunista, no tuvo siquiera derecho al mito que monopoliza el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Ese centro neural de al menos dos series de streaming, tres películas, varios libros de periodismo, algunas novelas o esa mezcla rara de novela, testimonio y carta de amor que es Marciano, de Nona Fernández, ahora en librería con bastante éxito.
Los del Frente también participaban en esas asambleas estudiantiles que sufría en silencio. Aunque mucho mejor compartimentado que el MAPU Lautaro o el MIR, era difícil saber quiénes de los miembros de la Jota eran a la vez combatientes del Frente. Recuerdo que el Negro Palma ya entonces se ufanaba de ello cobrando en “carne”. Recuerdo que Orión también, luego conocido como el Pistolero de la Reina, famoso por dispararle a señaliticas sin razón aparente.
Su sentido de la clandestinidad era lo único que se le podía envidiar al FPMR. Años después, un funcionario de la oficina de seguridad del gobierno llamó a una tía abuela mía para preguntarle por una mochila encontrada en un campamento improvisado del Frente. Era democracia, y el funcionario entendió que mi tía, que además era monja, no podía ser ayudista del grupo terrorista recién pulverizado en los Queñes. La mochila, logramos explicarle, se la había prestado yo a mi amigo Miguel. Nunca me contó cuándo ni cómo entró al Frente. No sé si militó o si le regaló la mochila a otro que sí militaba. Sé que cuando lo conocí dibujaba esvásticas en el pizarrón y que era hijo de una empleada doméstica vecina de mi casa, donde comía todos los días. No creo que Miguel creyera demasiado en la vía armada, pero creo que tenía el tipo de soledad, el tipo de desesperación, el tipo de masculinidad insegura y perentoria que el Frente Patriótico necesitaba.
Mi instintivo miedo a todo lo que explota y sangra demasiado es lo que me mantuvo siempre lejos del Frente Patriótico Manuel Rodríguez o de cualquier movimiento armado de extrema izquierda de entonces. Nadie toma las armas, pienso; son las armas las que te toman a ti. Una y otra vez he visto en quienes abrazan la violencia política el mismo patrón: una timidez maltratada, una inseguridad casi siempre sexual y una visión perfectamente simple y binaria del mundo. Los que no adhieren del todo a ese patrón terminan como Roque Dalton, fusilado por los suyos. Otros, como el Che Guevara, convierten su combate en el mal cruel de los suicidas: ese que mata a otros para conseguir una muerte menos solitaria. Porque eso busca el guerrillero: no cambiar su país o el mundo, sino no morir solo. Convertir su muerte personal e intransferible en un tema colectivo. Conseguir que sean los otros los que mueran en vez de ti.
Pasar a la clandestinidad es cambiar de nombre, cambiar de identidad. Convertirse, como Marcela Rodríguez, en la Mujer Metralleta, es decir, quedar asimilada en cuerpo y alma al arma que usa. Ser la que porta la metralleta, que es la que finalmente tiene todos los derechos que como mujer entregó a la lucha. Una lucha, en este caso, sorda o al menos ciega. Porque si bien logró asustar a los aparatos represivos de la dictadura, no logró a la larga ser un factor esencial en la recuperación de la democracia. Una vez recuperada, el MAPU Lautaro —hermanado finalmente en el error con el Frente Patriótico Manuel Rodríguez— se convirtió en un peligro para la democracia reciente y frágil. Acciones sin estrategia política clara, como el asesinato de Jaime Guzmán por parte del Frente o el secuestro de Cristián Edwards, terminaron acercándolos a una banda cualquiera de secuestradores, sin otro ideal que los millones del rescate.
Desde el punto de vista militar, político o incluso humano, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez solo coleccionó fracasos. Su audacia es indiscutible; su torpeza, también. La internación de armas en Carrizal Bajo no consiguió que estas llegaran a manos de los militantes. Pinochet salvó con vida del atentado. El intento de crear un foco de guerrilla en la cordillera de Curicó terminó en otro carnaval de sangre. Entonces, ¿por qué tantas películas, series, libros? ¿Por qué la reivindicación que de ella hacen cada cierto tiempo no solo grupos nostálgicos sino incluso militantes de las juventudes socialistas? ¿Por qué esa veneración apenas escondida por el “Comandante Ramiro”, preso en condiciones inhumanas —todo hay que decirlo— pero que llevaba décadas antes de su arresto siendo un mero delincuente común?
Estoy hablando de Chile, pero podría hablar de Palestina, donde la glorificación de Hamás —o al menos la banalización de su crueldad— es algo que la izquierda del primer mundo ya no se molesta en disimular. Lo mismo podría decirse de la exaltación que se hace hoy de los Black Panthers en tantas películas y series actuales, en detrimento de la figura de Martin Luther King.
¿De dónde nace esa glorificación de la violencia armada que pasa por encima de los hechos y del contexto? ¿No es acaso una señal que la nostalgia por las Brigadas Rojas conviva con la nostalgia por Mussolini, o que la desinhibición con que la derecha más extrema reivindica el Ku Klux Klan o el neonazismo conviva con un revisionismo de la violencia en la izquierda?
Esta es una época fascista, si entendemos por fascismo, como Susan Sontag, la extrema estetización de la política, su total separación de cualquier consideración ética. No es del todo azaroso que sean justamente las plataformas de streaming y las artes escénicas las que más se han interesado en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. La duda no se filma bien. El acuerdo político, el voto, el trabajo sucio y gris de la democracia no dan espectáculo. En cambio, una historia de clandestinidad, amor y muerte, sí. Por eso el atentado fallido contra Pinochet se repite una y otra vez —en Amar y morir en Chile (2012), en Matar a Pinochet (2020) y en la reciente Vencer o morir (2024)— como si cada nueva versión intentara corregir el fracaso original. Guillermo Calderón lo entendió mejor que nadie en Escuela, su obra sobre jóvenes frentistas entrenándose en el exilio cubano: allí la violencia nunca se muestra, pero todo vibra con su inminencia. Juan Cristóbal Peña, en Los fusileros, hizo el trabajo contrario: desnudó el mito, devolviéndole al heroísmo su dosis de alcohol, error y miedo. Y Nona Fernández, en Marciano, lo convirtió en carta de amor, en alucinación, en un intento desesperado de entender pasando por alto todo lo que pudiera incomodar su intento de redención.
El guerrillero se ve bien, aunque lo que haga sea absurdo o cruel. Tiene la impecable altura de sus convicciones, aunque casi todo lo que haga contradiga esas convicciones. Se puede pasar por alto esas contradicciones y preferir ver, en el hombre que mató de puro amor, a un extraterrestre que no se parece a nadie más aunque a la postre sea un vulgar comerciante del miedo ajeno. Si sacamos el marxismo de los marxistas, y el leninismo de los leninistas, ¿qué queda? Artistas. Actores de su propia acción de arte permanente. Comediantes de una tragedia sin sentido, llena de sonido y furia que no significa nada, o significa cualquier cosa que se te ocurra querer que signifique.
A los movimientos terroristas de ayer y de hoy se les atribuyen muchos éxitos que son solo parcialmente suyos (la democracia en Chile, los derechos civiles en Estados Unidos, la indignación antiisraelí en Palestina), pero su mayor éxito sigue siendo justamente su permanente fracaso. Porque en el centro del ethos resistencial, en la idea de que todo combate es resistencia, está la belleza definitiva de la derrota: el resistente en la sala de tortura, entregando su vida por una tierra prometida que no alcanzará a pisar. Da lo mismo que sean finalmente políticos grises o ejércitos articulados los que liberen la patria de la opresión. El resistente, en su traje de calle, representa la posibilidad de cualquier ciudadano de llegar a ser inmortal. Inmortal después de morir en contra de la corriente, de dar su vida en testimonio, de ser el cordero pascual de una nueva era que tiene, entre otras gracias, no llegar nunca.
El resistente no gana ni gobierna: solo resiste. En ese sentido, es el mejor guardián que puede tener el statu quo. No es azar que la clandestinidad tenga entre las multinacionales del entretenimiento tan buena prensa. De alguna forma saben que estos intransigentes radicales son sus mejores soldados: gastando su vida en una lucha solo a medias fructífera, su destino ya no les pertenece. Marcela Rodríguez, la madre que no pudo ser, la estudiante que vio cerrarse su carrera, pasa a llamarse con otros nombres, a vivir sin casa en la casa de nadie, a ser luego la Mujer Metralleta, y después, con una bala en la médula, de nuevo Marcela. Lejos de todos, uniendo como puede trozos de vida desde una cama de hospital.
Marcela Rodríguez, la Mujer Metralleta, sobrevivió hasta el 3 de octubre de este año paralizada en Milán, reconstruyendo como pudo los fragmentos. Su cuerpo. Su tiempo. Su derrota. Quizás ahí, en esa cama de hospital, encontró la única victoria verdadera de todos los resistentes: haber vivido lo suficiente como para entender que resistir no era vencer, sino seguir respirando.