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Denominación de Origen: como un espejo

La película se plantea, sin beligerancia aparente, como una respuesta a ese cine chileno hecho para cualquiera menos para los chilenos.

Denominación de Origen no solo cuenta una historia: la encarna. No es una película sobre un grupo de personajes que buscan reivindicar su provincia; es una película hecha por un grupo que, como sus personajes, busca un reconocimiento desde la provincia, sin querer conquistar la capital sino descubriendo en cada capitalino el provinciano que lo habita.

La película sigue a un grupo de provincianos decididos a obtener para su embutido local el ansiado certificado de “denominación de origen”. Pero lo que empieza como una cruzada casi culinaria, se convierte pronto en una odisea cómica, administrativa, sentimental y política. No solo es una comedia sino una puesta en abismo porque no es difícil ver en el Tio Lelo y su manera de hablar en castellano totalmente incomprensible una suerte de rebelión contra el cine chileno que triunfa de festival en festival hablando en un castellano subtitulable.

La película se plantea, sin beligerancia aparente, como una respuesta a ese cine chileno hecho para cualquiera menos para los chilenos. Un cine chileno pensado en Sundance o la Croisette, pero también en las exigencias leolinas y absurdas de una plataforma. Cine chileno de exportación siempre serio, trágico o grandilocuente, siempre —o casi siempre— protagonizado por Alfredo Castro. Películas como Colonos que tienen todos los méritos técnicos que escasean en Denominación de Origen, pero que evitan el humor en cualquiera de sus formas y es gran parte no solo hablada en inglés sino pensada en inglés por un equipo perfectamente chileno.

Si en Una Mujer Fantástica la transexualidad de su protagonista es una tragedia manierista y sobreactuada, la sexualidad de Luisa Marboli no es objeto ni de morbo ni de escándalo alguno. No es tema, aunque los primeros plano de la cara del actriz digan mucho más sobre los dolores y esperas de este colectivo que toda la multipremiada y multiconfusa película de Lelio (capaz de grandes películas como Gloria, todo hay que decirlo). Aunque nadie en esta película sea plenamente “normal”, no se trata en ningún momento de denunciar una sociedad ultraconservadora, reprimida y católica, llena a rabiar de vampiros y fantasmas de la dictadura que no nos dejan ser felices. Aquí no hay pedagogía ni denuncia explícita: hay observación, ironía y afecto.

Esto no hace de Denominación de Origen una película complaciente o sonriente. La película se posiciona, y lo hace desde la izquierda, pero ahorrándonos toda nostalgia de 1973 o de los trauma de la posdictadura y los niños que vivimos esos horrores. Nada de Pinochet for export, nada de homófobos golpeando travestis, nada de silencios incómodos en que cantan a lo lejos pájaros siniestros y siniestros empresarios o senadores quitándole todo el agua a un pueblo. Hay, como en Historia y Geografía —su película hermana—, un claro correlato político con lo que hemos vivido en estos últimos diez años. Una parodia amable de los movimientos sociales, una visión también amable pero sin concesiones del intento colectivo, una parodia sin merced de la burocracia municipal y la agrícola-ganadera, y un plebiscito final que se parece extrañamente al que acabó con el primer proyecto constitucional.

Lo que la hace única es que los actores no interpretan personajes ajenos a sí mismos, sino versiones paralelas de lo que podrían ser. El director no cuenta una historia que inventó, sino una que vive mientras la filma. El equipo técnico sufre en carne propia las pequeñas y grandes humillaciones de filmar en condiciones precarias, en lugares que no creen del todo en lo que se está haciendo, bajo la mirada altiva —y muchas veces ausente— del centro. Así, Denominación de Origen es espejo porque muestra lo que hay, pero también lo que no queremos ver: cómo se produce la ficción, cómo se construye un relato, cómo se negocia el orgullo local con las expectativas globales. El resultado es una película artesanal en el mejor sentido: hecha con herramientas precarias pero con ideas afiladas, con humor pero también con melancolía, con cariño por los personajes pero sin paternalismo.

Como las mejores comedias, su risa nace del fracaso. Como los mejores documentales, su verdad se revela en los márgenes. Y como las películas necesarias, no parece hecha para gustar a todos, sino para dejar algo incómodo en quien la ve. Una especie de eco: el de una provincia que habla, pero que rara vez es escuchada sin condescendencia. El chile de Marcelo Mellado, o Mario Verdugo por ejemplo: la provincia a medio terminar, la institucionalidad y el barroquismo administrativo, todo eso y nuestro amor a los estatutos, las juntas, las reglas que terminan a escupitajos y mechoneos. Todo eso en la ciudad donde casi nació Violeta Parra y donde pasó parte de su infancia Nicanor Parra, quien atribuía no pocas de sus genialidades a la cabeza de los huasos sancarlinos. Huasos como don Lelo, que al aprender a escribir justo antes de morir dice: “No es difícil, pero fácil no es.”

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