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Desde la trinchera del desencanto

Conductor de noticias en TV y columnista de prensa, Daniel Matamala es también prolífico autor de libros periodísticos. En Cómo Destruir Una Democracia, su última entrega, recorre más de quince ciudades del continente para narrar cómo se encarna a escala humana y casi anónima, el poder de figuras como Bukele, Trump, Milei, Maduro o López Obrador. En el libro, Matamala expone que, sin necesidad de guerras, golpes de Estado, legitimados por la voluntad popular y una narrativa afectiva y efectiva, dichos liderazgos configuran una inquietante radiografía del desprecio de la democracia como presente político.

Amado líder

La chispa de este libro se encendió el 9 de abril de 2023, en una calle de la colonia Las Cañas, en la capital de El Salvador. En la entrada de esa población de callejuelas estrechas y casas derruidas, vi un pequeño local de venta de abarrotes, refrescos y golosinas. Pegada con cinta adhesiva en el costado del único refrigerador del lugar, destacaba una gran foto, escrupulosamente retocada, en que un Nayib Bukele de tez clara y mirada limpia aparecía con la vista anclada en el horizonte, flanqueado por dos militares en traje de camuflaje.

“Por primera vez, los salvadoreños tenemos Libertad y Paz de verdad: Nayib Bukele, presidente de la República de El Salvador”, rezaba el texto junto al retrato.

Pero la chispa no la encendió ese burdo afiche propagandístico, uno de muchísimos que encontré en El Salvador. La prendió Luis, el hombre que atendía el local y que exhibía con orgullo el póster.

—Dios nos ha bendecido con un presidente. Nosotros reconocemos que viene de él —me dijo Luis, y ese «él» lo enfatizó con sus dos pulgares apuntando al cielo.

Luis es afable y tranquilo. Usa anteojos y una gorra, viste una playera lila y tiene la sonrisa ancha y fácil. Profundamente cristiano, invoca a Dios y a Jesús en cada una de sus oraciones. No repite las consignas típicas de la propaganda oficial. Usa sus propias palabras. Le agradece a Bukele por haberle dado una vida que, para él, es mejor que antes, y a Jesús por haber puesto a este enviado divino (“por obra y gracia del Señor Jesucristo”, recalca) en su camino.

—Nos ha devuelto la tranquilidad y la paz —explica Luis. Cuando le pregunto por los costos de esa paz (los miles de encarcelados sin juicio, los muertos en las cárceles, la concentración del poder total bajo un solo puño), sonríe con amabilidad y se encoge de hombros.

—Estará de Dios —me contesta.

Salí de allí pensando que Luis me había recordado algo o a alguien. Apenas esa noche, después de una larga jornada de reporteo por distintas colonias de la ciudad, di con la respuesta: el Luis de San Salvador me recordaba a Iván, a quien había conocido una década antes en Caracas.

El 6 de octubre de 2012, Iván me abrió la puerta de su departamento en Libertador II, en una zona céntrica de Caracas. Él y su familia acababan de dejar años de miseria en un precario rancho que se caía de los faldeos de la ciudad, para trasladarse a un complejo de departamentos nuevos, equipados con electrodomésticos y aire acondicionado.

Iván es afable y tranquilo. Usa una gorra negra y viste una playera roja. Tiene la sonrisa, sí, ancha y fácil. Católico, a diferencia del evangélico Luis, también invoca siempre a Dios, y agrega a la Virgen.

Para Iván, este cambio radical en la fortuna de su familia es obra del Cielo y del comandante Hugo Chávez. Su lenguaje corporal es parecido al de Luis.

—Primero está Dios —dice dibujando una línea horizontal en el aire—. Y después —agrega mientras dibuja otra línea, casi a la misma altura—, después está mi comandante Chávez.

No fue solo la veneración a sus respectivos líderes la que en mi cabeza asoció a Luis e Iván. Después de todo, en mis visitas a El Salvador y Venezuela encontré muchísimos fanáticos de ambos caudillos, soldados dispuestos a escupir a la velocidad de una metralleta las frases de la propaganda oficial y a jurar obediencia eterna, hasta la muerte, a su cacique.

Lo que me impactó de Luis e Iván fue algo mucho más sutil y, creo, más profundo. Su temperamento tranquilo. La manera en que buscaban sus propias palabras para definir su relación con su santo patrono. Lo auténtica, para nada impostada, que me pareció su devoción.

En ellos había, para decirlo en una palabra, “amor”. Amor hacia Dios. Y amor hacia su instrumento en la tierra, su líder. Para ellos, Chávez o Bukele eran, y lo digo sin cinismo alguno, su Amado Líder.

El amor

La primera cara de esta moneda es el amor entre el líder y su pueblo.

Y ese amor une a caudillos en apariencia opuestos. La comparación entre Chávez y Bukele, lo sé por años de experiencia, molesta sobremanera a los partidarios de ambos caudillos.

¿Qué tiene que ver Hugo Chávez, un socialista revolucionario que implantó un modelo estatista fuertemente vinculado a la Cuba comunista, con Nayib Bukele, un derechista de mano dura, capitalista amigo de Trump y enemigo jurado del progresismo internacional?

A mi modo de ver, casi todo. La tesis fundamental de las páginas que siguen es que, una vez que se rasca la cáscara de los discursos ideológicos y los posicionamientos en el eje de izquierda versus derecha, existe un modelo estandarizado que Chávez, Bukele y otros líderes americanos han seguido para concentrar el mando.

Actúan como si siguieran un manual de instrucciones que explica cómo destruir la democracia y emerger de sus cenizas como un caudillo dueño del poder total. Ese manual puede ser descrito como una serie de pasos sucesivos y acumulativos, que van pavimentando progresivamente el camino hacia la tiranía. Y el paso fundamental es ganarse no el apoyo de los ciudadanos, sino el amor de los fieles. Convertir la árida labor del político en el florido campo del mesías.

Esto no es simplemente el trabajo de un demagogo. Por cierto, la demagogia es una de las herramientas del maletín del caudillo, pero no es la única; diría que ni siquiera es la más importante.

Es que la demagogia establece una relación transaccional entre representante y representado. Si te prometo el paraíso, ese respaldo es frágil porque depende de un factor externo, de un resultado que debe llegar. De cierta manera, la demagogia sigue habitando el terreno de la realidad. Los ciudadanos dan poder a un líder a cambio de una retribución contante y sonante. Si esta no llega, el lazo entre gobernante y gobernado se debilita y se rompe.

El amor tiene una dimensión distinta. Siguiendo a San Pablo, el amor “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Y esa frase, tan repetida en las ceremonias matrimoniales de antaño, toma un cariz escalofriante cuando se aplica a la relación entre un mesías y sus feligreses.

El caudillo exige que, en este abrazo amoroso, su pueblo excuse sus errores, crea sus mentiras, espere eternamente el cumplimiento de sus promesas y soporte la pesada mano de su represión.

Los caudillos de los que hablaremos en las siguientes páginas son líderes que se ponen por encima de las instituciones, usando lo que Max Weber llamaba el “carisma del gran personaje” que se define “por la adhesión suprarracional de sus seguidores”. Estos caudillos viven en esa dimensión. Proclaman ser infalibles y tener el monopolio de la verdad. Pero no solo hablan de resultados mágicos, como lo haría un demagogo. También presumen de una relación especial entre ellos y el pueblo. Esa no es una relación transaccional, sino incondicional. El caudillo se entrega en cuerpo y alma a su pueblo, y este le retribuye con una fidelidad completa, a toda prueba, como la del amor incondicional. Aquí se borran las fronteras tradicionales entre representantes y representados, entre mandatarios y mandantes. Fusionados en ese amor incondicional, pueblo y caudillo son uno. Las tortuosas reglas de la democracia, diseñadas desde la desconfianza para limitar el poder del líder, son un estorbo del cual deshacerse. Si pueblo y caudillo son uno, todo lo que se interponga entre ellos está de más. Si están unidos por un lazo indestructible de amor, todos los límites a esa fusión son obstáculos que deben ser eliminados. Y, por cierto, ese matrimonio debe ser para toda la vida. Lo que ha unido Dios que no lo separe la República.

El odio

La otra cara de esta moneda es el odio. Porque el camino de esta unión perfecta entre pueblo y caudillo está plagado de enemigos que harán todo lo posible por destruir ese vínculo divino.

Y a esos enemigos hay que odiarlos. Un elemento común en la conducta de los caudillos de los que hablaremos o ya hablamos en este libro es su obsesión por describir un enemigo del pueblo, volver a sus fieles contra él, y atacarlo en una escalada de agresión, también, creciente. Primero violencia verbal, luego persecución, represión y, ojalá, exterminio.

La invención del enemigo sigue reglas bien establecidas, que están en la base del populismo, una doctrina que divide a la sociedad entre un pueblo virtuoso y una élite corrupta. El pueblo recibe el amor del caudillo; el enemigo, su odio sin contemplaciones.

Si el caudillo es de izquierda, la división entre el pueblo y sus enemigos tiende a ser de clase. Siguiendo la doctrina marxista serán las élites económicas, las poseedoras de la riqueza, las sospechosas de conspirar contra el pueblo. Ellas y sus cómplices, una lista que puede ser interminable pero que suele incluir a los gremios con sus profesionales, y a los medios de comunicación con sus periodistas.

Si el caudillo es de derecha, la frontera suele trazarse en términos de raza, religión y nacionalidad. El enemigo es el “otro”, el que es diferente a un pueblo supuestamente homogéneo.

Miembros de minorías raciales, religiosas y sexuales, y, cada vez más, inmigrantes, son los candidatos perfectos. Pero ellos no actúan solos, sino en complicidad con élites pervertidas y decadentes que forman la aristocracia política y cultural del país.

Aquí, de nuevo, los periodistas entran al listado de sospechosos y se agregan académicos, científicos y artistas.

Todos ellos son especialmente peligrosos para el caudillo, porque son fuentes tradicionales de conocimiento y verdad.

Para funcionar adecuadamente, una democracia necesita una esfera pública de la que todos los ciudadanos puedan sentirse partícipes. Como demostró Jürgen Habermas, el nacimiento de esa esfera pública, en lugares como salones de belleza, casas de té y cafés, fue la condición necesaria para que surgiera la posibilidad de una república.

Esa esfera pública se fue consolidando a través de ciertos profesionales encargados por la sociedad de servir de mediadores entre la verdad y los ciudadanos. Intelectuales, científicos, académicos, expertos y periodistas permitieron dibujar una experiencia común, una realidad compartida, a partir de la cual los habitantes de una república pueden discutir sus diferentes opiniones sobre esa realidad.

Los medios de comunicación masiva (primero los diarios, luego la radio y después la televisión) hicieron a todos partícipes de esa realidad compartida. En palabras del senador estadounidense Daniel Patrick Moynihan: “Todo el mundo tiene derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos”. Menos académicamente, Harry el Sucio, el célebre personaje de Clint Eastwood, dice que “las opiniones son como los culos; todos tenemos uno”. Pero ahora, en la era de las redes sociales y los algoritmos, cada uno puede tener sus propios hechos, y así elegir el culo que mejor se amolde a sus prejuicios sobre la realidad.

Los majaderos que insisten en que los hechos son como son, y no como el líder quiere que sean, son una amenaza que debe ser conjurada. Son, como dice Donald Trump acerca de la prensa, a coro con muchos de los dictadores de la historia, “el enemigo del pueblo”.

Octavio Paz aseveró que “la modernidad no se mide por los progresos de la industria, sino por la capacidad de crítica y autocrítica”. Medidos con ese rasero, lo que los caudillos nos ofrecen, bajo su barniz de supuesta modernización, es lo opuesto a esa modernidad. Es una vuelta a un pasado mítico en que la verdad es decretada desde el púlpito, la crítica es acallada, perseguida y la disidencia se equipara a la traición.

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