
La muerte era, para Jorge Bergoglio, una vieja conocida. De joven perdió parte de un pulmón. La operación fue larga y compleja: casi muere en ella. Ya era seminarista. Tímido, hijo de inmigrantes, decidió —a pesar de no haber demostrado hasta entonces un gusto excesivo por los estudios— hacerse jesuita.
Fue la primera de las muchas pruebas que se impuso para luchar contra su naturaleza reservada, que lo habría llevado a ser funcionario o gasfíter, un hombre medio de esa Buenos Aires de los años cincuenta en la que creció.
En ese Buenos Aires había un nombre que no se podía nombrar: el de Juan Domingo Perón. Ese silencio clandestino marcó al joven seminarista, al que le atrajo la manera en que el general se negaba al marxismo sin aceptar el capitalismo. Eso, y las multitudes, que su timidez natural miraba con fascinación y repulsión al mismo tiempo.
En ese grupo de aristócratas rebeldes, de lectores voraces, de fabricantes de disidencia que eran los jesuitas de los sesenta, a Bergoglio le tocó ser el hombre cuerdo, el que castiga y a veces permite a los rebeldes. Ni del todo intelectual, ni del todo pastoral, fue un hombre de adentro de la congregación. Ahí nació, quizás, lo que fue un defecto de carácter que le impidió ser el Papa que volvería a encantarnos con Cristo —que por algunos minutos fue—: su impaciencia de rector de colegio, su mal carácter legendario. Esa fuerza que lo lleva a refunfuñar y a encontrar culpables, a quién retar cuando las cosas no salen como deberían haber salido.
Los años de jesuita castigador, de jesuita disciplinador, construyeron ese carácter resistente, duro, pero al mismo tiempo luchador, recio, que fue su marca de fábrica. Los zapatos sencillos, las habitaciones de hotel sin estrellas, los ejercicios de humildad que venían acompañados de su nombre —Francisco, el santo que se hizo pobre a sí mismo— no fueron más que una necesaria operación de marketing. Un marketing sincero, porque sinceramente ese hombre, que creció con la muerte en el pecho, nunca se interesó por el glamour ni el protocolo. Otra cosa es que no le interesara el poder. Y este lo ejerció en todas sus variantes: sin timidez, sin temor, consiguiendo en el intento tantos éxitos como fracasos.
Intentó, en suma, guiar a la Iglesia hacia una renovación doctrinaria que pudiera devolverla a sus raíces populares y hasta revolucionarias. Esto sin caer del todo en el populismo ni en la revolución. Construyó una versión conservadora de la teología de la liberación, que pudiera sacar a la Iglesia de su obsesión por la cama —la ajena y la propia—. La obsesión porque esta discusión no se le saliera de las manos lo llevó a castigar a los demasiado reformistas sin dejar de castigar a los conservadores extremos, buscando un justo medio que, cuando se trata de justicia, fe o esperanza, no existe.
Su visita a Chile fue, quizás, la escenificación de ese desencuentro. Sus colegas, los jesuitas, organizaron gran parte de los eventos, pero el público no llegó a la cita. El Papa consiguió algunos momentos de emoción, y el resto fue un rostro refunfuñado e impaciente, que buscaba a quién echarle la culpa de estar hablándole a las sillas.
Durante la pandemia, el impulso que nos hizo creer a los católicos que había vuelto al trono de San Pedro un pescador de hombres se fue apagando. Cuando el mundo descubrió que la muerte era posible, y posible la resurrección, la Iglesia se hundió en su vergüenza sexual. La política argentina empezó a ser la obsesión mayor del Papa, que nunca dejó de ser el cardenal de Buenos Aires. La llegada de populismos abiertamente anticristianos (el de Milei, el de Trump, el de Meloni) no encontró del todo en el Papa al contrincante que quienes defendemos la fuerza de los humildes, el poder supremo de los que nada tienen, necesitábamos. Estaba ya, para entonces, Jorge Bergoglio de vuelta en su largo debate con la muerte.
Podía, ante ella, alegrarse de haber hecho casi lo imposible: haber logrado pasar la página de esa página horrible que fue la revelación de los innumerables crímenes sexuales del clero. Podía decir que logró que se hablara de otra cosa que no fuera el infierno de los niños a los que alguna sotana les rompió la niñez. Pero no podrá, sin embargo, enorgullecerse de haber sacado a la Iglesia de la vergüenza de su pecado para volver a hacer su trabajo con los inmigrantes, los presos, los desesperados, los huérfanos del mundo, que Cristo ama como un padre. Podrá decir que parte de la Iglesia está ahí, con los últimos que serán los primeros, pero no podrá decir que el poder de estar con los que no tienen poder haya sido restituido del todo, que la voz que desde Roma puede arrodillar imperios no volvió, bajo su pontificado, a recuperar su fuerza moral.