Secciones
Opinión

León XIV: una nueva promesa muy antigua

Un comienzo lleno de signos auspicioso y de señales por revisar que tiene al menos la gracia de dejarnos ver que después de más de 2000 mil años la historia de esos pescadores que decidieron dejarlo todo para seguir un misterioso carpintero que caminaba sobre las aguas, continúa.

Los últimos años del pontificado de Francisco fueron duros. La enfermedad restringió sus movimientos, impidiéndole ejercer lo que era la esencia de su talento: hablar directo y cerca con la gente. La cercanía pastoral, que lo había convertido en una figura revolucionaria dentro del Vaticano, se volvió una imposibilidad física. Pero sus problemas no fueron solo médicos, o quizás sus problemas médicos eran la metáfora de una incapacidad mayor: la de hacer avanzar una Iglesia herida en las rodillas, inmovilizada en su propio lugar.

El papa Francisco volvió al final de su pontificado a chocar con lo que había sido su cruz toda la vida. Lograba comunicarse con magistral sinceridad, con profunda simpleza con los pecadores, pero le costaba no mostrar ante el clero una impaciencia a veces colérica. Las reformas de fondo que emprendió chocaron primero con su natural moderación y luego con el inmoderado deseo de la Iglesia más conservadora de no hacerle ningún caso al Papa argentino.

Tuvo que esperar la muerte para, como el Cid Campeador, conseguir su mayor victoria. Esta no es otra que la elección de León XIV en su reemplazo. Un cardenal cercano a él, que de muchas maneras lo prolonga: heredero como él de la versión moderada de la teología de la liberación. Latinoamericano aunque también norteamericano. Reformista, con una fuerte preparación intelectual y vasto conocimiento del mundo.

Menos carismático, hasta lo que hemos visto, que Francisco, pero al parecer mucho mejor dotado en talentos organizativos y burocráticos. Pertenece a la orden Agustina, hija quizás del que sea el pilar central de la iglesia latina (y la que nos diferencia de manera más patente de los ortodoxos), Aurelio Agustín de Hipona, el obispo africano que vio cómo los bárbaros arrasaban con Roma.

Agustín, un pesimista que intentó como pudo encontrar en un mundo sin piedad alguna esperanza, es el poeta del pecado original y de la Ciudad de Dios contra la de los hombres. Eso hace quizás más providencial aún la elección de León XIV: norteamericano, aunque se niegue a hablar inglés, es decir, como San Agustín, parte de un imperio en descomposición que no puede dejar de amar sin señalar para siempre sus faltas.

Frente a los modales neronianos de las nuevas autoridades del imperio, la figura de un hijo de Agustín, autor del Sermon sobre la caída de Roma, que recuerde que la ciudad que importa es la Ciudad de Dios puede que no sea del todo inútil. Que provenga de una de las órdenes más antiguas de la cristiandad, anterior a los contrarreformistas jesuitas, puede ser una señal de un retorno a las raíces. Un retorno que no es obligatoriamente a la decadencia pomposa de los años finales de Juan Pablo II. Por algo, entre los signos que el nuevo Papa intentó resaltar está su pertenencia a la iglesia peruana, que es donde nació la teología de la liberación.

En ese clima enrarecido —de espera, de silencios, de escándalos apagados pero latentes— fue elegido León XIV, un nombre que ya en sí mismo parecía un gesto de ruptura y de regreso. Ruptura porque dejaba atrás el estilo personalista de “Francisco”, el papa sin número, sin corona, sin pompa. Y regreso porque evocaba una serie papal detenida desde el siglo XIX, como si abriera de nuevo un archivo cerrado con llave. En este caso, el archivo de la doctrina social de la Iglesia que lanzó al mundo León XIII, para eterno escándalo de los católicos de entonces. Un comienzo lleno de signos auspicioso y de señales por revisar que tiene al menos la gracia de dejarnos ver que después de más de 2000 mil años la historia de esos pescadores que decidieron dejarlo todo para seguir un misterioso carpintero que caminaba sobre las aguas, continúa.

Notas relacionadas






En estado de gravedad

En estado de gravedad

La permisología es un muro infranqueable, el síntoma de un Estado corrompido, no porque se roben la plata sino porque no cumple con su función de “garantizar la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”.

{title} Matías Del Río