
A José Alberto Mujica nadie lo llamó nunca José. Menos aún, Alberto o José Alberto. Fue desde siempre y para siempre Pepe Mujica. Con ese apodo de confianza, de bar sin prisa y barrio con sombra. Mujica no necesitó disfrazarse de pueblo: era pueblo. Hijo de estancieros empobrecidos e inmigrantes italianos, creció bajo el alero del nacionalismo uruguayo, con un pie en la austeridad rural y otro en la cultura laica y pública que Uruguay supo defender mejor que casi cualquier país del continente.
El socialismo, en su versión guevarista, no fue su primer credo. La revolución mundial no lo obsesionaba. Tampoco las nomenclaturas del marxismo, con sus sujetos históricos y determinismos histórico. Uruguayo antes que nada, Mujica nunca fue un ideólogo puro. Fue, ante todo, un hombre de acción. Y como tal, protagonizó uno de los episodios más espectaculares del siglo XX latinoamericano: el escape colectivo de la cárcel de Punta Carretas. Que ese presidio temido sea hoy un shopping lujoso dice más sobre la evolución de Uruguay que cualquier tratado de sociología.
Fue justo la cárcel, en la que no tardo en volver a caer, el lugar donde Mujica se templó. Doce años de cárcel, muchos de ellos en aislamiento absoluto. Fue uno de los llamados “rehenes” de la dictadura: los militares amenazaban con matarlo si los Tupamaros volvían a las armas. Fue torturado, vejado, degradado de todas las formas posibles. Pero también allí, en la celda, Mujica encontró su misión, su tono, su distancia. No solo sobrevivió al dolor físico: sobrevivió al derrumbe moral de su generación. Con esas terribles ironías que la historia no nos ahorra, sus años de prisión le libraron de desaparecer sin rastro como tantos de sus compañeros.
Su generación —bien alimentada, formada en escuelas públicas, con acceso a salud y cultura— perdió gran parte de las ventajas con que contaba en mano de una utopía cubana que poco o nada tenía que ver con su historia y sus vidas. Enceguecido por una luz que creyeron era la de un faro y no era otra cosa que una candileja, se embarcaron en un voluntarismo romántico, tan generoso como infantil, y terminaron entre las garras de los militares por no ser —ni táctica ni éticamente— lo que alguna vez prometieron ser.
El que ya murió no puede tenerle miedo a la muerte. El que vivió alguna vez sabe que no hay nada más legítimo, más necesario, más urgente que la vida. Todo lo que Mujica fue después nació justamente de la conciencia de haber pasado ya por la muerte. No podía temer ningún otro castigo, y no podía esperar otra utopía que la de seguir vivo.
Fue con esa convicción que se integró al Frente Amplio uruguayo, donde se encontró con otros sobrevivientes, unidos a militantes más jóvenes por una tarea común: quebrar, por fin, la dicotomía histórica entre “blancos” y “colorados” que había dividido la política uruguaya durante más de un siglo.
El Frente Amplio, sin embargo, fue prudente al principio. No quiso exponer en primera línea el recuerdo de los años de fuego donde Mujica había sido un símbolo esencial. Su llegada a la presidencia reactivó esos fantasmas. Mujica se esforzó en calmarlos sin renunciar nunca a su pasión por la justicia social ni a la defensa de las condiciones de vida de los más pobres, que habían guiado tanto sus búsquedas como sus extravíos.
Con una astucia que su sencillez bonachona solo volvía más efectiva, se convirtió en el símbolo mismo de una nueva ética de lo austero. Las redes sociales y los medios electrónicos nacientes supieron convertirlo en mito. Y él, con sabiduría campesina, acomodó su cuerpo grande y rotundo en ese mito, permitiendo que las insuficiencias de su gestión pasaran a segundo plano.
Fue lo mejor de la izquierda, o lo que la izquierda todavía podía ofrecer cuando parecía haber perdido la guerra de las ideas. En esa batalla Mujica nunca fue un soldado, pero entendió que la única manera de ganarla era dando el ejemplo. Ejemplo de sencillez. Ejemplo de afabilidad. Ejemplo de astucia. Ejemplo de austeridad. Ejemplo de empeño. Ejemplo de tranquilidad.
La izquierda, que había apostado todas sus fichas a la energía y a la inexperiencia de los jóvenes, descubrió —tal vez demasiado tarde— que encontraba su encarnación más profunda en la vejez de quien lo había visto todo: la desigualdad, la espera, la injusticia. Y que había aprendido, finalmente, lo único que el tiempo enseña: a esperar.
Mujica le dio ese sentido a la palabra esperanza: la del hombre que sabe esperar incluso lo que nadie quiere esperar: la muerte. Ya había pasado por eso, así que la esperó como una confirmación. Tranquilo en su rancho, tomando mate. O al menos actuando ese último y perfecto personaje: el hombre en su campo que ve cómo su mundo se desvanece sin enojo, sin rencor, sin miedo.
O quizás con ese pequeño temblor justo —el del actor que respira hondo antes de salir al escenario.