
Hay personas que, aunque ya no estén, siguen habitando la conversación con una naturalidad que desarma. Pepe Mujica, el e presidente uruguayo que acaba de fallecer, es una de ellas. ¿Por qué lo queremos tanto? ¿Qué hace que una figura política —ex guerrillero, campesino austero, dirigente de izquierda— sea llorada por generaciones y tendencias tan distintas?
Primero, porque fue coherente. En un mundo de máscaras, Mujica fue siempre Mujica: dormía en su chacra, usaba los mismos zapatos viejos en cumbres internacionales y rechazó el lujo del poder como un gesto político. Donó el 90% de su sueldo como presidente, vivía con su perra de tres patas y hablaba con naturalidad de sus años en prisión como si fueran parte del equipaje que lo hizo mejor.
Segundo, porque hablaba claro. En tiempos donde todo se enreda, Mujica simplificaba sin perder profundidad. “El poder no cambia a las personas, solo revela quiénes son en realidad”, dijo alguna vez. Y también: “No soy pobre, tengo pocas cosas, pero las suficientes”. Esas frases se volvieron memes, reels y camisetas, pero también pequeñas brújulas morales. Nos recordaban que otra forma de estar en el mundo —menos ambiciosa, más digna— era posible.
Tercero, porque fue puente. En una región de trincheras, Mujica fue de los pocos que inspiró respeto desde todos los rincones ideológicos. A la izquierda la conmovía su historia de resistencia; a la derecha, su franqueza; a los jóvenes, su lenguaje directo y su desdén por la hipocresía. No era perfecto —ni pretendía serlo—, pero nadie dudaba de su humanidad.
Por último, porque nos hacía pensar. En sus discursos, había más filosofía que cálculo, más preguntas que eslóganes. Su intervención en la ONU en 2013 es aún hoy una clase magistral sobre consumismo, felicidad y sentido común. Mujica hablaba como si ya supiera que todo esto —la fama, los honores, los títulos— era apenas ruido.
Tal vez por eso lo queremos tanto. Porque fue raro. Porque fue libre. Porque en medio de tanto ruido, fue una voz que no gritaba, pero se escuchaba. Y porque, como él mismo dijo, “el hombre puede ser tan grande como quiera serlo si no se deja atrapar por la codicia”.
Gracias, Pepe. Por recordarnos que lo importante no siempre brilla, pero siempre permanece.